sábado, 3 de octubre

Como detesto el campo, en ninguna parte disfruto más que en el campo. Me despierta el silencio, me asomo a la ventana y sólo veo la sigilosa niebla. He dormido en la Rectoral de Anllo, en lo que fue despacho del cura. La casona está en un altozano, lejos de la iglesia, y tiene una galería orientada al Oeste y una pequeña capilla. Se parece más a las villas de la Toscana que a las casas rurales gallegas. Debió construirla un hidalgo que anduvo por Italia antes de retirarse a este rincón del condado de Lemos.

Detesto el campo porque en el campo soy un inválido que depende de otra persona, de alguien con coche, para ir a cualquier parte. Pero por breves temporadas nada me fascina más.

Por breves temporadas: a las nueve y media comenzaremos a recorrer los monasterios de la Ribeira Sacra. Me levanto, como siempre, a las siete. Todavía es de noche. En la galería acristalada me siento a leer «Padre e hijo», de Edmund Gosse, la historia de una infancia victoriana, un lúcido análisis de los excesos de la virtud, más dañinos que ningún otro exceso.

Amanece perezosamente. Las parras cargadas de racimos, los manzanos, los parterres del jardín, un delgado ciprés van apareciendo poco a poco. Escucho el silencio, el gorjeo de escondidos pájaros («despiértenme las aves / con su cantar suave, no aprendido?»). Dejo a un lado el libro, bajo las escaleras y abro el portón. Qué placer adentrarse en la niebla, perderse en estas soledades.

Una hora de lectura, otra de caminar por el campo sin encontrar a nadie, solo con mis fantasmas, que siempre son buena compañía, y luego a las nueve, un abundante desayuno en el que no faltan los frutos de la huerta.

¿Cuánto tiempo hacía que no desayunaba higos? No puedo recordarlo, quizá por eso tienen un ancestral y bíblico dulzor de infancia.

Estas dos horas, antes de empezar el día, valen por muchos días. Imagino mi vida aquí, con la casa llena de libros, con madrugadas de cazador y un vaso en la mano mientras desde la solana contemplo el lento crepúsculo. Vida de cura de aldea o de hidalgo solterón.

Hermosa vida que me haría feliz durante un tiempo, mucho tiempo, por lo menos dos horas. A las nueve y media subo al coche. La niebla me acompaña un trecho, pero luego, poco antes de llegar al monasterio de San Pedro de Rocas, se alza el telón y en el cielo más azul que yo haya visto nunca se dibujan los oscuros bosques y la crestería luminosa de los altos montes.

domingo, 4 de octubre

¿Cómo no pensar en Valle-Inclán al entrar en el pazo de Tor? Recuerdo, especialmente, uno de sus cuentos, «Beatriz», que transcurre en un palacio cercado por un jardín señorial: «Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas; algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra con latido de vida misteriosa y encantada».

Lleno de vida misteriosa y encantada está este pazo que su última propietaria, María Paz Taboada de Andrés y Zúñiga, muerta sin herederos en 1998, con casi 90 años, donó a la Diputación de Lugo. Entramos en su habitación, en la del obispo (que aquí se alojaba cuando visitaba la zona), en la sala de juegos, en el cuarto de los niños, en el salón del mediodía, con sus grandes espejos, su clavicordio mozartiano de la casa londinense Longman & Broderip y su inmensa melancolía? Nos lo enseña todo Angelita, que vivió en el pazo desde los 9 años, y lo hace como quien muestra su casa. Cuenta anécdotas de la señora, que mientras estuvo casada sólo venía en verano, pero que luego, ya viuda, residía aquí todo el año. «No llevaba una vida solitaria, no. Le gustaba recibir gente, por esta casa pasaron muchos escritores, se celebraban tertulias? Estaba llena de libros. Ahora los más valiosos se muestran en el despacho, los otros se guardan en una sala de la planta baja. Valle-Inclán fue uno de los invitados. La señora le conoció y Gonzalo Suárez le preguntaba por él cuando vino a rodar la película».

Qué curiosa la memoria. Recuerdo yo el comienzo de «Beatriz» nada más entrar en el pazo y resulta que fue éste precisamente el escenario donde se rodó, en 1976, la adaptación del relato de Valle-Inclán. No la he visto, no pienso verla, no quiero que me estropee la magia del lugar. Angelita cuenta que la señora se divirtió mucho con el rodaje, que ofreció una comida y una queimada a los actores, que hay una foto en la que están todos ante la fachada principal. La señora, risueña, aparece entre las dos actrices protagonistas, nada menos que Nadiuska y Carmen Sevilla? Seguramente, aquel rodaje daría para una buena historia, pero más próxima a Berlanga que a Valle-Inclán.

Yo miro las armas arrebatadas a los franceses, el geométrico laberinto del jardín, las desvencijadas calesas y landós, los retratos de los antepasados, una coloreada litografía del barbudo Carlos VII, el rey proscrito que tenía un palacio en Venecia? Cuánta vida desvanecida y de algún modo todavía presente.

Bajo un acerolo, en el jardín de entrada, «lleno de noble recogimiento», los frutos caídos han formado una mágica alfombra roja. Me gustaría sentarme en el banco cercano y releer la «Sonata de otoño». Al despedirnos, le pregunto a Angelita: «¿No piensa usted escribir los recuerdos de este lugar?». «Estoy en ello, estoy en ello», me responde con su dulce acento y una media sonrisa.

lunes, 5 de octubre

Cuando Cunqueiro visitó el monasterio de San Estevo, en Ribas del Sil, todo era desesperante y agobiante ruina. Cuando lo visité yo, este fin de semana, un parador nacional animaba prosaicamente un lugar que en otros tiempos sirvió de retiro a nueve obispos. Vuelvo a pasear por los tres claustros y me parece escuchar el distinto son de sus desaparecidas fuentes: en el claustro románico, el golpe del agua contra la piedra del pilón; en el renacentista, el afinado acorde de los cuatro caños finos, y en el neoclásico, la sonora serenidad de sus chorros dóricos.

Cierro los ojos, cierro «El pasajero en Galicia», y amarillean de nuevo los erizos entre el maduro verde de los castaños, y por la cuesta que lleva al monasterio no baja un rapaz con el rastrillo al hombro, sino la dorada procesión de los obispos con las nueve mitras bordadas y báculos en los que se enredan los pámpanos de las viñas. Los dos últimos llevan en las manos el uno una naranja y el otro, un limón de oro.

martes, 6 de octubre

Subo hasta el alto de Cabezoás para admirar el Sil encajonado entre altos riscos; embarco luego en Doade para recorrer un río que ya era latino en tiempos de Vitrubio y de Plinio, que un día arrastró oro y ahora tiene el tesoro de su vino en cada tramo, desde Valdeorras a los Peares.

Mientras el catamarán avanza sigiloso, dejando en las aguas oscuras una ancha estela que se borra lentamente, yo observo las frondosas laderas del Norte, donde se entremezclan alcornoques y avellanos, el acebo y el abedul, sauces y olmos, sin olvidar los castaños grávidos de fruto. Y, cubriéndolo todo, piornos, retamas, helechos, brezos. De vez en cuando, junto a un caserío, el señero ciprés que une tierra y cielo.

En la otra ladera se escalonan las vides. Las trajeron los romanos, las cuidaron amorosamente los monjes de los siglos oscuros; hoy sigue siendo una heroicidad recoger cada racimo que parece asomado al precipicio.

Mientras el catamarán avanza, yo trato de distinguir alguna muestra de la fauna de estas tierras, en la que no escasean los lobos, abunda el jabalí y no faltan garduñas, nutrias, ginetas, lirones, corzos. Sólo entreveo, en la orilla, alguna garza real y creo adivinar, en lo alto, al halcón peregrino y al águila perdicera.

No suelo tomar vino, pero en la bodega Regina Viarum, en Amandi, hago una excepción. Y brindo por Virgilio, que nos enseñó en hexámetros a cultivar las vides, y por el caballero Gemundos, que, en una jornada de caza, encontró las cuevas de San Pedro de Rocas y se quedó allí para estar lejos y en el centro del mundo, y por Álvaro Cunqueiro, que fue el primero en traerme de la mano de su prosa esta ribera sacra donde aún hoy los mirlos cantan en gregoriano los milagros del tiempo perdido y encontrado en el sagrado sabor de este vino.

viernes, 9 de octubre

Leo en «Dos arquivos do trasno», de Rafael Dieste, la historia del barbero que tanto había oído hablar de Buenos Aires, de sus calles largas y derechas, de la plata reluciente y generosa con que allí premian el trabajo y tanto le dio vueltas en su cabeza a lo escuchado que un día tomó la decisión de ir a aquellas tierras. Diez años allá y volvería rico de dineros y lembranzas. Una mañana salió de la villa con el baúl pequeño. Cuando llegó al puerto del que partían todos los caminos, exclamó admirado y angustiado: «Qué grande es el mundo».

Leo ésa y otras historias recogidas en los archivos del trasgo y recuerdo los castaños milenarios del Souto de Valguaire. Si existen trasgos, allí guardan sus archivos, en aquellos troncos inmensos y retorcidos que coronan esbeltas ramas de un verde adolescente («Mi corazón espera / también hacia la luz y hacia la vida / otro milagro de la primavera»). Hay uno en cuyo interior, cómodamente sentados, varios paisanos pueden beber vino y jugar una partida de cartas. Me recuerdan los olmos que crecían frente a la escuela de mi pueblo, en los que jugábamos a escondernos. Miro desde dentro del castaño mayor y por un momento me parece que voy a ver al otro lado la escuela de Aldeanueva.

Diez años después volvió, rico de penurias y lembranzas, el emigrante de Rafael Dieste. Y cuando estuvo en casa y pasó el alegre barullo del recibimiento, se puso a cantar muy bajito algo que comenzó en tango y remató en vieja cantiga. Tras la ventana, borrosa por la lluvia, se veía la humilde calleja. Pasaron unos niños corriendo y salmodiando aquello de «chove, chove, / na casa do probe, / na minha no chove», y él entonces murmuró, con los ojos llenos de lágrimas: «Qué pequeño es el mundo».

Qué pequeño es el mundo. Cabe entero en el tronco hueco del árbol aquél en que jugábamos cuando niños.