Sería, pues, el juez Garzón (ateniéndonos a lo que hoy conocemos de él) el primero que ha dado síntomas manifiestos de padecer un complejo de Jesucristo en su advocación de juez que va a venir a juzgar a los vivos y a los muertos, y no un complejo de Jesucristo de cualquier otro tipo, sea el de su advocación de Cristo Llagado, o bien de Cristo Redentor, o de Cristo Rey o de Cristo Mesías.

Aquí estamos hablando de complejo de Jesucristo en cuanto Jesucristo Juez.

Baltasar Garzón ofrece, según esto, todos los síntomas necesarios y suficientes de haberse identificado con la figura de un Juez Universal, cuya esfera de jurisdicción desbordase a los pecadores (a los delincuentes) vivientes, buscando extenderse también a los reos muertos. Y este Juez Universal es precisamente el Jesucristo del Credo romano, el que «vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos» en un Juicio Final.

¿Y por qué el juez Garzón ha llegado a ser víctima de este complejo de Jesucristo en su especialidad de juez juzgador? Muchas hipótesis se han barajado. La mayor parte caminan en sentido psicológico etológico: sería «el afán de protagonismo» el que le habría llevado, no ahora, sino a lo largo de su carrera profesional, a emprender aventuras extraordinarias, es decir, a tratar de llevar su profesión de juez más allá de su «prosaica» jurisdicción ordinaria, como cuando abrió la causa contra un ex presidente chileno, el general Pinochet, y poco después contra los responsables argentinos, en la época de Videla, de los terribles asesinatos políticos que todos recordamos.

Sin embargo, el «afán de protagonismo» no explica enteramente el complejo del que hablamos. Muchas personas tienen afán de protagonismo; más aún, este afán de protagonismo puede ser síntoma de vitalidad envidiable, no encerrada en ningún complejo.

Pero en nuestro caso parece esencial la condición profesional de juez importante (juez de una Audiencia Nacional, no de un mero Juzgado de guardia, «juez estrella») cuyo afán de protagonismo le llevase precisamente a la esfera de jurisdicción asignada a su propia profesión y cargo. Sin duda, el límite máximo de esta aspiración profesional podría ponerse, para un juez megalómano, en alcanzar el nombramiento de presidente de un Tribunal Universal de Justicia; de un tribunal no meramente «internacional», como los que ahora se estilan, porque basta que dos Estados creen un tribunal común de justicia para asuntos especiales, para que ese tribunal pueda ser llamado internacional, lo que es poco para un megalómano.

Pero un Tribunal Universal de Justicia, como hemos visto, es imposible mientras existan los grandes Estados dotados de bombas atómicas. Otros apuntan a mecanismos más específicos, a través de los cuales podría haberse abierto camino ese afán de protagonismo: Baltasar Garzón querría compensar con la dilatación de sus poderes judiciales el fracaso que habría tenido en sus «experiencias» dentro del poder ejecutivo. «No le acompañaba su voz atiplada», dicen algunos, y los contenidos de sus discursos -asombrosamente vulgares, sin la menor chispa de ingenio- no eran capaces de hacer olvidar, con la letra, la música llena de gallos de su voz.

Pero esta explicación es poco convincente, salvo para quienes parten del supuesto (atribuido a Montesquieu) de que el poder judicial no es un poder político, y que aun debe ejercerse sin la menor contaminación con este poder. Porque el poder político no se circunscribe al poder ejecutivo ni al legislativo. El poder judicial es parte interna y esencial del poder político, y no solo porque su jurisdicción se extiende a los propios miembros del ejecutivo (lo que el propio Garzón evidenció en su intervención como juez en el «caso GAL», de indudable alcance político), sino también porque el poder judicial carece, en todo caso, de fuerza de obligar si no cuenta con las fuerzas que dependen del ejecutivo. Dicho de otro modo, la supuesta «vocación política» de un juez tiene campo suficiente para ejercitarse como tal en su condición de juez de un tribunal cuya jurisdicción tiene ya una escala nacional.

En cualquier caso, el propio juez Garzón nos ha deparado, con motivo de su intervención en el caso del secuestro del pesquero «Alakrana», un ejemplo de la peligrosidad que encierra la doctrina metafísica de la separación absoluta y sacralizada del poder judicial respecto del poder ejecutivo. El 2 de octubre de 2009 el pesquero español «Alakrana», con una tripulación de 36 marineros, es secuestrado por piratas somalíes. Todo parecía que iba a transcurrir «normalmente» (negociaciones en torno al rescate, condiciones de pago) hasta que un día después del secuestro, apresados dos de los piratas por la fragata «Canarias», en lugar de llevarlos a Kenia, siguiendo acuerdos preestablecidos, el juez Garzón, que estaba de guardia ese día en la Audiencia Nacional, es decir, inmerso en su burbuja de juez universal que solo atiende al cumplimiento de la ley (fiat iustitia, pereat mundus), decide por su cuenta, aun dentro de la ley, ordenar la presencia de estos piratas en la Audiencia Nacional, atribuyéndoles un delito de secuestro y otro de terrorismo. De este modo la situación se complica inesperadamente con la presencia en Madrid de los dos piratas detenidos.

Sin duda, la decisión de Garzón podría considerarse legal por muchos en nuestro Estado de derecho; pero en todo caso fue totalmente imprudente, precisamente por haber dejado de lado, bloqueado por la ideología judicialista, la coordinación de los hechos con la situación política española y en particular con los problemas reales de los marineros secuestrados y de sus familias (...) El Gobierno perdió el rumbo durante varias semanas. Se excusaba diciendo que el asunto estaba en el Estado de derecho, en manos del poder judicial, y que todo dependía de este poder, pero que la legalidad tendría que cumplirse necesariamente.

Quedó, pues, como evidente la conclusión de que si el juez Garzón no hubiera procedido de un modo tan irresponsable, y los piratas apresados hubieran sido llevados a Kenia para ser juzgados allí, no hubieran existido más dificultades que las de disimular el pago por parte del Estado de la cantidad exigida por los piratas presentándolo como una operación privada de los armadores.