Cada vez es más remota la posibilidad de emocionarse con el cine. No me refiero a pasar el rato, a entretenerse viendo correr imágenes, hablo de esos cambios agradables e intensos que experimenta el ánimo cuando hay por delante una buena historia y alguien se la cuenta como es debido. Por eso, una de las escasas esperanzas que le van quedando al cinéfilo son las películas de Clint Eastwood: gran instinto narrativo, medios justos, sentido moral alto y verdad en cada fotograma.

Espero como agua de mayo cada película del viejo maestro e imploro para poder seguir disfrutando de su talento. Sé que Million Dollar Baby es una obra de arte irrepetible y Sin perdón el mejor western crepuscular de las últimas épocas. No será fácil tampoco volver a emocionarse ante una pantalla con la imagen de aquel fotógrafo empapado por la lluvia de Los puentes de Madison, viendo escapar definitivamente la felicidad justo en el momento en que cambia el color del semáforo. Seguramente nadie podrá arrojar tanta luz cinematográfica sobre las tinieblas del gran Parker como Bird y jamás en el cine se abrirá la espesura de Savannah ante nuestros ojos como en Medianoche en el jardín del bien y del mal. Baudelaire escribió que no se puede ser sublime todo el tiempo y por eso a Eastwood unas películas le salen mejor que otras, pero incluso cuando se trata de obras menores este portentoso y épico narrador tiene buenas cosas que mostrar.

En el caso de Invictus, he esperado con mayor ansiedad que nunca la película de mi director favorito, al tratarse también de Mandela, John Carlin y la historia de aquel partido de rugby que hizo vibrar unido al pueblo que más cruelmente había vivido separado durante décadas de abominable apartheid. La historia de todo aquello está en un libro estupendo de Carlin que se llama El factor humano, que no me canso de recomendar y que llegó a las manos de Eastwood a través del actor Morgan Freeman, que, a su vez, se enteró de su existencia por medio de una propuesta que el agente literario del periodista británico de «El País» había remitido a Hollywood.

El factor humano es la emotiva historia de la final del Mundial de rugby de 1995 que Nelson Mandela utilizó inteligentemente para sellar la paz entre negros y blancos uniendo a la nueva Sudáfrica en torno a los Springboks, precisamente el equipo que de modo más distintivo había representado hasta ese momento la supremacía afrikáner y el apartheid. Pero es también el atajo más interesante para retratar la historia política y social del país en aquellos años y a su líder, el hombre que salió dispuesto a perdonar a quienes le habían mantenido encarcelado durante 27 años. Fue el propio Carlin quien le ofreció a Morgan Freeman el papel de Mandela, entre otras cosas porque ningún experto en casting habría encontrado una mejor identificación entre personajes. De la misma manera que ningún director habría economizado los medios como Clint Eastwood para traducir al lenguaje del cine el vibrante relato periodístico de Carlin, que asesoró al guionista de la película, el sudafricano Tony Peckham.

La película concebida como gran espectáculo está muy bien dirigida. Se entiende y se siente. No hay discurso político en ella, apenas un par de guiños eficaces para solventar las cuestiones que afectaron a la vida sentimental de Mandela. Tiene buenas actuaciones entre los secundarios, los agentes de seguridad y los jugadores de los Springboks, que se refuerzan sobremanera en las escenas de acción de los partidos potentes y medidas para interesar incluso a quienes el rugby les importa un bledo. Morgan Freeman está excepcional y tampoco lo hace mal Matt Damon, que interpreta al capitán del combinado sudafricano que se impone a los temibles All Blacks en la épica final de Ellis Park. Damon hizo llorar al propio François Pienaar, en el estreno de la película.

Ahora bien, no sé si Invictus pasará el exigente análisis de los críticos como una película mayor o menor de Clint Eastwood. Seguramente, ocurrirá lo último y, mientras eso sucede, la película hará disfrutar a miles de personas, porque el cine, que no tiene muchos secretos aunque haya demasiado afición a complicar las cosas, consiste fundamentalmente en contar una historia en imágenes y lograr emocionarnos con ella. Y eso es lo que sabe hacer mejor que nadie el maestro.