Tras un destierro parcial y ante la contumacia en su conducta divorcista, el Museo de Cera de Madrid ha retirado definitivamente la efigie de Jaime de Marichalar. La escisión supone una pérdida irreparable, para los millones de visitantes que acudan a la institución imantados por esa réplica del ex duque. Además, la austeridad reinante imponía una solución más pragmática. Por ejemplo, retirar sólo la cabeza, a la espera de un sustituto. Tampoco la testa deba fundirse obligatoriamente porque, dada la muy relativa fidelidad retratista de la cera, el mismo rostro servía para encarnar a cualquier otro personaje, incluido Bardem o Penélope. Finalmente, se pudo solicitar a la Infanta afectada que, en aras a las restricciones presupuestarias, buscara un sucesor que respetara la fisonomía de don Jaime.

Con las exequias del maniquí, se le concede carácter de retrato oficial a una frivolidad ócrea. La retirada es tan impertinente como rasgar los retratos oficiales de los ministros destituidos. A cambio, Marichalar concita por primera vez algo parecido al interés popular, la cruel simpatía de la compasión. Si el retratista de la Familia Real fuera todavía el tal Goya, habría que llenar sus obras de tachaduras, como ya hacen los celebrados hermanos británicos Jake y Dinos Chapman. Hay que quemar las representaciones goyescas de Godoy, porque se excedía en sus servicios sexuales.

Lejos de nuestra intención está criticar al benemérito Museo de Cera, cuando aquí falla la cúspide del Estado. Están tratando a Marichalar como si fuera republicano, cuidado con los países que saltan de la estatua ecuestre al destierro. La eliminación de la efigie tridimensional debería ir acompañada del pulimento vía Photoshop de todas las fotografías conjuntas de los Duques de Lugo, en especial de aquellas imágenes en que muestran o simulan una complicidad por lo visto pasajera.

Introducida a las alegrías del divorcio, la Familia Real deberá asumir que no se liberará tan fácilmente de los miembros desgajados del tronco regio. Habrá que buscarles títulos residuales, como copero real o peinador de la Princesa de Asturias, para aliviar su tránsito al anonimato. Además, en cuanto Marichalar desaparece del museo, el Rey entra en política con resultados discutibles. No sería don Jaime un estabilizante, cuyo destierro a la cera deja a la Zarzuela sin uno de los pilares de su equilibrio arbitral.