Sábado, 8 de mayo

Es un hecho que a la gente le gusta quejarse, sobre todo acerca de lo terrible que es el mundo moderno en comparación con el pasado. Casi siempre están equivocados. En casi todos los terrenos que se nos ocurran -guerras, delincuencia, ingresos, educación, transportes, seguridad en el trabajo, sanidad-, el siglo XXI es mucho más acogedor para el ser humano que ninguna época anterior.

Lo he repetido muchas veces, y me alegra encontrar esa idea en un libro de título poco afortunado, «Superfreakonomics», y de estridente subtítulo: «Enfriamiento global, prostitutas patrióticas y por qué los terroristas suicidas deberían contratar un seguro de vida». Con humor, datos e inteligencia arremete contra presuntas obviedades. Ése es el único deporte que a mí me gusta practicar.

Un ejemplo de que no estamos peor que estábamos: el tráfico. ¿Eran más seguras y confortables las ciudades antes de que se inventara el automóvil? Qué elegantes nos parecen, en las películas, los carruajes tirados por caballos. A comienzos del siglo XX había en Nueva York un caballo por cada diecisiete habitantes. Eran frecuentes los atascos de carros en las calles. Y cuando un caballo desfallecía, se le solía rematar allí donde cayera. Los caballos muertos a veces se descomponían en plena calle antes de que se los llevaran. Y era muy fácil ser atropellado por un carro o un caballo, sobre todo los días de lluvia y en las horas de mayor afluencia. En 1900 los accidentes de caballos le costaron la vida a uno de cada diecisiete mil neoyorquinos; en el 2007 los accidentes de automóvil, a uno de cada treinta mil. O sea, que a comienzos del XX había casi el doble de posibilidades de morir en accidente de tráfico que hoy. Y luego estaba el problema del estiércol. Un caballo solía producir una media de diez kilos de excrementos al día. Con doscientos mil caballos eso daba una media de dos mil toneladas diarias. ¿Qué se hacía con ellas? En ciertos lugares, el estiércol se amontonaba hasta alturas de casi veinte metros y flanqueaba las calles principales como la nieve cuando se apila a un lado. En verano, el hedor era insoportable. Cuando llovía, un torrente espeso de porquería inundaba las calles y se metía en los sótanos de las casas. En los barrios residenciales de Nueva York abundan las casas en que una elegante escalinata asciende desde la calle hasta la entrada del edificio: su función no era otra que evitar los montones de estiércol. Y luego estaban las infinitas moscas, los ejércitos de ratas y el metano que emitía el estiércol, un potente gas de efecto invernadero. En 1900 se había llegado a un punto en el que las grandes ciudades no podían sobrevivir con el caballo, pero tampoco sin él. Entonces se inventó el automóvil y el problema desapareció.

Domingo, 9 de mayo

«¡Parece que lo tienes programado!», me dice mi quiosquero favorito. «Te quejas hoy en tu diario de que nadie se mete contigo, de que nadie te da importancia, y hoy mismo me encuentro con que arremeten contra ti en ese semanario en el que colabora Almuzara, que se pasa un poco con sus elogios de la música barroca. Después del barroco, aunque él no lo crea, también hay música, no todo es Verdi. Apenas entendí qué te reprochaba el articulista, pero creo que algo así como que te dedicas a manipular el premio "Alarcos" y a dárselo a los de tu tertulia, todos feos y gordos, y que del Principado te llamaron para decirte que, como siguieras premiando a gente fea y gorda, os retiraban el dinero. También me parece que decía que ya eras muy viejo para andar por ahí de jurado, que deberías dedicarte a la jardinería y dejar esa labor para escritores a Francisco Brines y otros escritores jóvenes».

Como no hay tema que me interese más que yo mismo (en eso me parece que soy como todo el mundo), compro de inmediato «Oviedo Diario». Reírme me río bastante, pero mi vanidad no queda del todo satisfecha. Qué poco importante debe de ser uno cuando los dos únicos enemigos públicos que tiene son mi antiguo amigo Juan Manuel Pendás Benito (articulista de «El Revistín», decano de la prensa gratuita avilesina), y un descacharrado grafómano que gusta de elogiar la vida loca, maltratar la sintaxis y citar a la diabla («Como dijo Voltaire, pienso luego existo» afirma en un reciente artículo). Pero yo soy hombre de buen conformar. Si no tengo mejores detractores, será que no los merezco. Y acepto su sugerencia para mi jubilación, que ya está ahí, a la vuelta de la esquina, dentro de apenas diez años: comenzaré a ahorrar (nunca lo he hecho), me compraré una casa con un pequeño terreno y me dedicaré, como mi amigo Xuan Bello y los pocos sabios que en el mundo han sido, a cultivar sabrosas hortalizas y primorosas rosas.

Lunes, 10 de mayo

Cuántos candidatos hay para arreglar el mundo. Trato de leer a Nietzsche, uno de mis interlocutores favoritos, en el café de costumbre, y desde las mesas de alrededor me llegan chillonas recetas para acabar de una vez por todas con los emigrantes, con el paro, con el Gobierno, con Garzón (o con Gijón, no he entendido bien). El Oviedo de siempre sigue siendo el Oviedo de siempre. Luego llega mi marxista favorita (una de las pocas que quedan) y me divierte con dogmáticas recetas de probada ineficacia. Debo de ser la única persona que no tiene soluciones para los problemas del mundo contemporáneo. Pequeños parches, sí. ¡Y lo que me cuesta encontrarlos! La verdad es que a nadie aprecio menos que a esa buena gente a la que cualquier periódico mal leído o cualquier noticia entrevista en la televisión, le basta para estar informados, tener una contundente opinión y la solución para cualquier problema. Y a nadie aprecio más que a los denostados políticos profesionales.

De no ser jardinero, de mayor me gustaría ser político. Tener poder. Condición no suficiente, pero sí necesaria, para mejorar el mundo.

Martes, 11 de mayo

Leo las memorias de Carlos Blanco Aguinaga, el estudioso de Emilio Prados y del Unamuno contemplativo, el hispanista que fue amigo de Angela Davis y de Marcuse en los efervescentes Estados Unidos de los años setenta, y me encuentro de pronto con un contundente e inesperado ajuste de cuentas: «Detrás de la revista, no sé cómo ni por qué, estaba el insoportable Octavio Paz, uno de los hombres de mayor vanidad baboseante que haya conocido en mi vida. Pretencioso, grosero y maleducado, capaz de utilizar su poder para hundir a cualquier escritor joven que no le hubiese halagado lo suficiente impidiendo que se publicaran sus versos o sus cuentos en cualquier editorial, porque en todas tenía influencia, como la tuvo en Carlos Fuentes durante muchos años. Anterior izquierdista y se dice que amigo de los refugiados españoles -a quienes, en efecto, ayudó al principio del exilio-, pero profundamente antiespañol. ¿Qué iba uno a hacer con un tipo así, cuyas ambiciones y vergüenzas seguramente provenían de laberínticos complejos sexuales? Un tipo que, ya entonces, era venenosamente anticomunista, y que lo mismo le daba atacar a Neruda que a César Vallejo».

Siempre me gusta, ante un ataque desmesurado y que no parece venir a cuento, buscar la causa. En este caso, no resulta difícil: Octavio Paz era anticomunista y eso es algo que un correoso marxista como Blanco Aguinaga, que sigue fiel a sus ideas aunque la realidad se empeñe en desmentirlas, no puede perdonarle.

Miércoles, 12 de mayo

«¿Qué te parece eso de que vayan a bajarte el sueldo un cinco por ciento? Me imagino que no se te ocurrirá seguir defendiendo a Zapatero», me dice burlón mi amigo Vicente nada más llegar hoy a la tertulia.

«Más que nunca, que ahora es cuando más lo necesita. Ya sabes que, si ser patriota es enarbolar la bandera para partir con ella la cabeza a todo el que piense de otra manera (y especialmente si es catalán o vasco), entonces yo soy menos español que nadie. Ahora que si de lo que se trata es de ayudar al país, a mí que no me rebajen el cinco por ciento, que me rebajen el quince, como al que más, que no me gusta ser menos que nadie».

«Tú con tal de llevar la contraria?»

Jueves, 13 de mayo

Cada día me levanto con una vocación distinta: hoy quisiera ser marino, mañana jardinero, un día político y el otro fundador de alguna benévola religión que ayude a los seres humanos a soportar el ultraje de los años y las heridas de la realidad, pero lo que en realidad soy -por mucho que me empeñe en disimularlo- es maestro, en el sentido menos grandilocuente de la palabra: maestro de escuela, de los que enseñan a leer, escribir y razonar. Nada me gusta más, cuando detecto un error conceptual, que tratar de corregirlo. Todavía no he aprendido que eso precisamente es lo que le gusta menos a la gente. Francis Bacon lo explica así: «¿Duda alguien de que, si se quitaran de la mente de los hombres las opiniones vacuas, los cálculos erróneos, las mimadas fantasías y cosas análogas, se quedaría su cabeza como un destartalado caserón lleno de polvo y telarañas, un desvencijado recinto en el que a nadie le gustaría vivir?».

Mi cruzada en favor de la razón me está dejando sin amigos. «No respetas la opinión ajena», se queja uno. «Depende», le respondo, «respeto las opiniones bien informadas y adecuadamente razonadas, pero ¿cómo voy a respetar las majaderías y los prejuicios?». «Yo te digo lo que pienso», «Pues la verdad es que lo que tú piensas sobre cualquier asunto importante, si no te has tomado antes la molestia de informarte adecuadamente y de reflexionar sobre ello, me interesa más bien poco». «Siempre quieres tener razón», me dice otro, y dice verdad. Lo que no dice es que pongo todo mi empeño en tenerla, en no dejarme distraer por la vanidad, el prejuicio o el resentimiento. Y que a nadie le estoy más agradecido que a quien me señala un error en mis apreciaciones y me ayuda a acercarme un poco más a la verdad.

En la que todavía creo. Es posible que todo sea opinable, pero unas cosas son más opinables que otras.

«Allá tú con tu cruzada», me dice una querida amiga. «A mí las únicas verdades que me interesan son las que me hacen un poco más feliz. Y sospecho que a ti también, lo que pasa es que lo que te hace feliz es creerte más inteligente que el resto del mundo. Y si eres feliz así, no seré yo quien lo desmienta. Al contrario que tú, soy partidaria de las mentiras piadosas».