Arnao, Eduardo GARCÍA

Al rey Felipe II se le encendieron las pupilas cuando leyó aquella carta. La enviaba desde la remota Asturias un fraile carmelita descalzo del monasterio del Carmen, en Valladolid. Se llamaba Agustín Montero, y le contaba al monarca que en un lugar de la costa asturiana llamado Arnao habían aparecido extrañas piedras negras que funcionan como el carbón vegetal y sirven para hacer herramientas. Era el año 1591 y hacía tan sólo tres que España había sido atónito testigo de la debacle de la Armada (supuestamente) Invencible. El carbón mineral llegaba, vía Portugal, de Inglaterra y Flandes, tierra enemiga.

¿Y si en España hubiera carbón como en aquella Europa díscola que sangraba al Imperio? Felipe II encarga a su tapicero mayor, Felipe Benavides, experto en piedras, un informe. Y probablemente Benavides lo anima a intentar la alternativa asturiana, dado el desgaste en los bosques que estaba generando la compulsiva construcción naval. Nacía así la explotación minera de Arnao (Piedras Blancas).

El permiso de explotación llegó en 1593 y desde entonces Arnao fue, en cierto modo, una sucesión de fracasos. Al menos una mina contracorriente. La época dorada de Arnao, una de las ocho joyas del patrimonio industrial asturiano elegidas por el Comité Internacional para la Conservación del Patrimonio, dependiente de la UNESCO, está por llegar.

Arnao es todo singularidad. Es la mina más antigua de las documentadas en España, la única mina submarina y la primera que utilizó el ferrocarril en 1836. Dentro de unas semanas dejará definitivamente su pasado industrial para convertirse en un atractivo turístico, una mina imagen en primera línea del mar, la única del país en su género. La bocamina surge del pedreru de la playa de Arnao, y sobre el murallón que remata el arenal se levanta el castillete con su cubierta de cinc. Es de principios del siglo XX, cuando la cercana fábrica de producción de este mineral llevaba ya décadas de funcionamiento. La explotación del cinc se inicia en 1855 gracias a la iniciativa empresarial belga, y la mina de carbón de Arnao se convirtió en surtidor de materia prima para la metalurgia.

El castillete de Arnao tiene aire de torre de balneario clásico. El cinc era hace un siglo uno de los materiales que rezumaban modernidad. Las casas de los ensanches burgueses parisinos tenían cubiertas de cinc, pero más allá de la estética la mina y la fábrica propiciaron un vuelco a la comarca. Desde 1855 a 1915, cuando la mina cierra, la producción anual media de carbón rondó las 40.000 toneladas como señala Guillermo Laíne, ingeniero de minas y representante de Sadim, empresa técnica del grupo Hunosa. La plantilla llegó a tener 300 trabajadores de mina. El castillete era, pues, la punta del iceberg de un mundo minero insospechado.

El arqueólogo Iván Muñiz se encargó de recuperar la memoria histórica del lugar. Él no encuentra extraño que un carmelita descalzo anduviera por Asturias en busca de yacimientos. «En el siglo XVI los monasterios no son sólo lugares para rezar. El conocimiento se movía alrededor de ellos». No se sabe a ciencia cierta de dónde procedía Montero, aunque se le supone su origen asturiano.

Dos años más tarde del descubrimiento del carbón mineral en Arnao comienza una explotación efímera. «Se enviaron dos galeones cargados de carbón desde el puerto de Avilés hasta Lisboa, y después silencio absoluto». Iván Muñiz, encargado también de las excavaciones arqueológicas del Castillo de Gauzón, supone que la mina fue abandonada a las primeras de cambio. «Fray Agustín Montero se adelantó tres siglos», y eso suele dar malos resultados.

Hacia 1635 se intenta reabrir la mina: nuevo fracaso. En 1830 hay informes de actividad, justo antes de que la Real Compañía Asturiana de Minas (RCA) se hiciera cargo de la explotación iniciando su segunda etapa industrial. El ferrocarril de 1855 vino a sustituir un procedimiento de transporte arriesgado y paralizador: las gabarras. Ya en el siglo XVI los burócratas de Felipe II advierten de la imposibilidad de trasladar el carbón en invierno a causa de los temporales. Pero las gabarras funcionaron, mal que bien, durante un largo período y para Jovellanos, que visitó este lugar en el siglo XVIII, la ruta marítima a Avilés no era mala idea.