Pola de Siero,

Manuel NOVAL MORO

Yolanda González, vecina de Pola de Siero, entró al quirófano hace nueve meses para enfrentarse a un grave problema de salud que no era suyo, sino de su hijo. Ella estaba completamente sana, y su hijo, Matías Lobo, necesitaba un riñón para su tercer trasplante. Cansada de esperar por una donación que no llegaba, y con la intención de evitar que su hijo dejara de una vez las diálisis, decidió ser la donante. Sufrió lo suyo, pero no se arrepintió.

Matías padece cistinosis, una enfermedad congénita que afecta a numerosos órganos, entre ellos los riñones. Tiene treinta años, y le detectaron la enfermedad cuando contaba 2. Su madre, originaria de Aller, residía en Venezuela y volvió a Asturias para tratar a su hijo, que se sometió al primer trasplante a los 8 años. Aquel primer riñón le duró cinco años, y después de tres de diálisis, llegó el siguiente trasplante. Pero la enfermedad seguía haciendo mella, a pesar de que desde los 6 años había comenzado a tomar Cystagon, un medicamento que ha ayudado a frenarla. Diez años después el nuevo riñón dejaba de funcionar.

Con 27 años llegó un momento muy duro, en el que tuvo que volver a la diálisis. Fue en este momento cuando la madre empezó a barajar la posibilidad de ser ella la donante. Porque al tratarse del tercer trasplante se necesitaba un órgano más específico, de una persona de una edad cercana a la de Matías, y además con un grado de compatibilidad muy alto. «Y ahora, eso sí, afortunadamente, cada vez hay menos mortalidad de jóvenes, y cada vez se dispone de menos órganos».

Lo planteó, entonces, a los médicos, «pero al principio no estaban muy por la labor». Y la espera fue larga. Si normalmente los protocolos para las donaciones duran en torno a dos meses, en su caso duró un año y dos meses, con largas pruebas y analíticas. La madre se encontró también con la reticencia de su propio hijo. Aunque sabía que lo beneficiaría, no le hacía gracia. «Yo le decía que esperara, que llegaría el trasplante, por mucho que, egoístamente, supiera que el suyo era para mí el mejor de los trasplantes», recuerda.

«Cada poco me preguntaba si quería, si estaba segura», dice Yolanda, que le contestaba: «No quiero, pero tengo que hacerlo».

Reconoce que no fue fácil, porque ella nunca había estado enferma. Estaba completamente sana, y a nadie le gusta la idea de entrar en el quirófano sano para ir a peor. En su caso, dice que lo llegó a pasar muy mal, porque por mucho que fuera por el bien de su hijo, en la mente conservaba el instinto de supervivencia. Y el miedo. Asegura que los momentos antes de entrar en el quirófano fueron muy duros. «Lo abrieron a él antes que a mí, y entró en el quirófano una hora antes», y esa espera fue, quizá, lo más duro. «Cuando llegó el momento, estaba aterrorizada», reconoce, tanto que de los nervios daba en la camilla unos saltos que sorprendían enormemente al personal del hospital.

Finalmente, todo salió bien, pero los días tranquilos tardarían en llegar, porque la madre todavía estuvo unos cinco meses con graves molestias que le hicieron albergar dudas del resultado. Pasado ese tiempo, comenzó a encontrarse cada vez mejor y hoy, nueve meses después de la operación, cree, o más bien sabe, que es lo mejor que podía haber hecho: «Si tuviera que volver a hacerlo, no lo dudaba».

Hasta tal punto es así que incluso se arrepiente de no haberse adelantado. «De haberlo sabido, lo habría propuesto mucho antes; mi hijo lo pasó muy mal con la última diálisis, le hubiera evitado todo eso». Ahora, tanto la madre como el hijo se deshacen en elogios hacia los profesionales del Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA) y se consideran afortunados por haber podido contar con ellos. Tienen un especial recuerdo para el nefrólogo Fernando Santos, que trató a Matías hasta los 25 años y tomo su caso «como un reto personal».

Yolanda anima a quien esté en una situación parecida a la suya a que dé el paso. «Por donar en vida, no pasa nada. La otra persona vuelve a nacer, y la que queda no tiene ningún problema». La vida con un riñón sano es igual que la de quien tiene los dos. Incluso dice que quien se somete a estos trasplantes tiene más esperanza de vida, una realidad que está contrastada estadísticamente, porque «a una persona sana ni se le ocurre pasar por el hospital, y a nosotros nos hacen revisiones periódicas en las que siempre te localizarán a tiempo cualquier problema que te pueda surgir».

De un modo u otro, ha sido un sacrificio que, en vista de lo sucedido y de la relación que tienen ahora madre e hijo, ha beneficiado a ambos. A Yolanda, el bienestar de su hijo le ha costado un riñón, un precio que parece difícil de pagar pero que constituye una recompensa impagable, que la hace verlo todo con más alegría: «Eso sí, hasta aquí nada más. El otro no me lo pidas».