Este lunes murió en Amsterdam uno de los músicos más influyentes y esenciales de nuestro tiempo: Gustav Leonhardt. Clavecinista, organista y también director de orquesta, es una de las figuras en las que se apoya el desarrollo en la interpretación de la música barroca en el siglo XX. Su influencia ha sido capital en generaciones sucesivas de músicos, emprendiendo, junto a un pequeño grupo de su generación, una revolución que cambió para siempre la manera de ver un período clave de la historia de la música.

Leonhardt ha sido grande entre los grandes -«uno de los músicos más influyentes de los dos últimos siglos», escribió ayer Luis Gago- y es en autores como J. S. Bach donde se puede apreciar con intensidad absoluta su mayúsculo legado en la búsqueda de la esencia estilística de un repertorio lastrado por interpretaciones que distorsionaban su esencia y, en algunos autores, injustamente olvidado con el paso del tiempo. Su fantástica depuración expresiva, la economía de medios de sus interpretaciones, deslumbraba a las más diversas audiencias desde un rigor y una pureza en la ejecución que llegaban al oyente como un fogonazo emotivo. De esa fortaleza rocosa emanaba la mejor música, la pasión por un repertorio que él era capaz de construir como un arquitecto infatigable, armado con sus inseparables mitones.

Recuerdo su concierto en Oviedo, dos décadas atrás, en el órgano de Santa María La Real de la Corte, como un acontecimiento, una especie de peregrinaje al que acudimos desde la Facultad, espoleados tras un fervoroso perfil suyo trazado por nuestro profesor de historia de la música, Luis G. Iberni. Su figura enigmática emergía con fuerza y salimos impresionados de aquella actuación suya. Muchos años después, cuando me hice cargo del ciclo de conciertos del Auditorio y de las Jornadas de Piano, una de mis primeras gestiones fue conseguir que regresase a Oviedo para ofrecer un recital de clave. Ambos instrumentos -órgano y clave- han definido su carrera como instrumentista y me empeñé en contar con él para un concierto en el Auditorio. No era fácil porque cada vez realizaba, por razones de edad, giras más restringidas. Al final se pudo hacer el concierto en las Jornadas el pasado 19 de mayo. Estrenamos para ello la concha acústica de cámara de la sala grande del Auditorio y nos ofreció un programa sensacional con obras de Bach, de Pachelbel, de Froberger, entre otros autores. Estuvo muy a gusto en el recital. Se asombró del gran número de asistentes a la velada y, según me contó al final, de su alto grado de atención ante un programa complejo, sin concesiones. Además, estaba especialmente sorprendido de la buena acústica de la sala para un concierto tan íntimo como aquél. Tocó con su magisterio habitual que hacía olvidar el paso del tiempo y le dio al concierto un tono especial y cercano. En el trato humano y profesional fue de una cordialidad exquisita, con esa humildad que caracteriza a los verdaderamente importantes. A los pocos días me escribió su agente para darme las gracias en su nombre. Literalmente el maestro Leondhardt se había marchado de Oviedo «impresionado» por cómo había salido todo. Sería uno de sus últimos, sino el último, concierto suyo en España. Haberlo tenido entre nosotros ha sido un motivo de enorme orgullo para las Jornadas, el Auditorio y la ciudad de Oviedo. Nos quedan sus grabaciones fabulosas, su recuerdo y el legado de una labor ingente. ¡Descansa en paz, maestro!