De entre la basura, tan ligada al verbo «barrer», saca Aki Kaurismaki a sus personajes: aquellos humanos que, cuerpos dolientes de clase baja, sólo son dignos de ser barridos por las capas sociales que se les sobreponen. Y, hoy, cuando están siendo más golpeados, resulta sorprendente que la (habitualmente) desesperanzada mirada del director finlandés les acoja en «El Havre», su nueva producción. Un limpiabotas (André Wilms) oculta en su casa a un inmigrante ilegal que no ha alcanzado todavía la adolescencia y, con el chiquillo de la mano, nos muestra un microcosmos (el puerto francés de Le Havre) que valdría como radiografía emocional de esta Europa que se nos tambalea. Plantea Kaurismaki un espacio irreal donde las lealtades se suceden entre unos y otros: sólo, afirma el director, podremos salir adelante con la ayuda del grupo. Parejas que únicamente funcionan queriéndose, abuelos que buscan la salvación de sus nietos, policías que templan las leyes que les (a)priorizan?, uno pensaría que la respuesta a nuestra situación actual no está en el aire, como decía Bob Dylan, sino que se halla en algo muy concreto y cercano: los demás.

Por eso nunca se tiene la sensación de que esos demás formen el fondo secundario del filme: la mujer del limpiabotas, el cantante «Little Bob», la tabernera o la vendedora de pan no cuadran con los estándares secundarios. Destrozan su papel de sombras que acompañan a nuestro protagonista y van adquiriendo, en una hora y media de metraje, una entidad que contados cineastas conseguirían. ¿Cómo lo hace?

En «Magnolia», Paul Thomas Anderson lanzaba una lluvia bíblica de ranas sobre sus personajes para que éstos salvasen sus desgracias circunstanciales por medio de la ficción. Kaurismaki tiene, también, ese detalle milagroso con sus creaciones y las deja sobrevivir en un futuro incierto (y florido).

Pocas veces, muy pocas veces, se encuentra en la pantalla un mosaico de ficciones a las que apelar, a las que pertenecer con orgullo. Sin florituras, sin imposturas de saldo, sin que se le note, el cineasta finlandés rueda un celuloide de protesta que cala hasta el estómago. La delicadeza de su epílogo (uno no sabría con qué plano quedarse, quizá con el rostro alambicado de Kati Outinen al sol) sirve para redondear la humilde brillantez de una de las películas de la década.