Estaba siendo otra noche más. El Noel, una cafetería de La Felguera, un espacio rectangular con sillones a la pared y sillas enfrente que cercaban las mesas bajas, tenía la prisa para cerrar propia de 1978: ninguna. La barra, tres escalones más arriba, despachaba cacharros y en las mesas se discutía acaloradamente de política.

Helios Pandiella, café en una mesa, tenía 24 años y pintaba. Había hecho una exposición de óleos y dibujos surrealistas en la sala de la Caja de Ahorros a los 18 años, poco después de acabar el bachiller. En el Instituto de Sama, donde no había sido buen estudiante, había descubierto que podía sacar matrículas en clase de dibujo y había notado una atracción inexplicable por un paisaje de Cézanne que reproducía uno de sus manuales de dibujo.

En su casa esa capacidad fue bien recibida. Su padre, Alcibiades, era traductor de Duro Felguera y sabía francés, inglés, italiano y, como su hermano Adonis, esperanto.

Durante un tiempo Helios aspiró a estudiar Bellas Artes, pero, sin demasiada fe en sí mismo, marchó al servicio militar, luego hizo un curso de electrónica pensando en arreglar televisores y radios y ahora ganaba algo de dinero pintando retratos y cuadros de decoración. Que era pintor resultaba notorio en su pelo largo, su perilla, su pipa y un cuidado descuido indumentario que combinaba la vieja gabardina de su padre, la americana de pana, los pantalones vaqueros, la camisa azul claro con pañoleta negra al cuello y los zapatos siempre negros. Como vivía con sus padres y los encargos le daban para sus gastos llevaba una vida de pintor: no madrugaba, trabajaba por la tarde, veía a una novia muy joven que tenía en El Entrego y alargaba la noche en actividades de la cultura y la política.

Aquella noche de otoño de 1978, que estaba siendo otra más, Helios perfumaba la tertulia roja con el tabaco inglés y holandés de contrabando que quemaba en la cazoleta de su pipa. Estaba dando la una de la mañana y los contertulios sentían el apremio de un cambio social y político que acabaría con las estructuras capitalistas y cuyo advenimiento no podría impedir el próximo referéndum para la aprobación de una Constitución continuista.

Helios no militaba en nada, pero escuchaba todo. Conocía a personas en el Partido Comunista, en la Liga Comunista Revolucionaria, en la Confederación Nacional del Trabajo y le habían puesto verde por haber asistido a una reunión de las Juventudes Socialistas.

La agitación en las cuencas mineras era terrible. Cada partido quería acotar su terreno en un solar en el que históricamente la única referencia había sido el PCE. Helios notaba que aquella ensalada de siglas producía una empanada mental que animaba discusiones bizantinas y acusaciones mutuas de oficialismo estalinista, de trostkista o de la peor descalificación: socialdemócrata. Años después llegaría a la conclusión de que todo era un refugio ideológico que ocultaba la desorientación general, pero no aquella noche que estaba siendo como otra y que, a la altura de las dos de la mañana, cuando salieron de Noel y se despidieron Camino, Roque y Cellino, le encontró paseando con Alberto Vega, un militante de la LCR, menos vehemente y más cordial que la media, un par de años menor que él y que, después de abandonar la carrera, ayudaba un poco a su padre en la mueblería y con los seguros de decesos.

Bajo la noche cálida de otoño, en el parque de Duro Felguera, sentados en el banco junto a la heladería, empezaron a hablar de pintura y de literatura, de los cuadros de Magritte y de los poemas de Cernuda. Helios recitó algunos versos que sabía de Baudelaire y a Alberto le hizo una gracia que acabó con los dos riendo.

Octavio Paz, Solana, Blas de Otero? Dejó de ser otra noche más cuando la necesidad de la revolución quedó relegada por otra, más imperiosa, de sacar una revista cultural. Cuando se despidieron, porque Vega madrugaba para ayudar a su padre, el trostkista desapareció para siempre de los ojos de Helios porque, en los años de amistad y trabajo que siguieron hasta la muerte de Alberto en 2006, nunca volvieron a hablar de política.

En marzo de 1979 salió el número cero de «Arlequín», 40 páginas de poemas y dibujos en las que trabajaron el arquitecto Alcázar, Noelí Puente, Vicente Iglesias? y que fueron ofrecidas en la Casa de Cultura de Sama al ginecólogo Eugenio Torrecilla para que las sacramentara con todo su saber literario. Como Helios Pandiella fue el encargado de la parte visual de la revista, entró en los talleres de artes gráficas y quedó cautivado desde el momento en que traspasó la puerta de El Cuélebre, primero, y La Mercantil, después, y vio a los tipógrafos componiendo los textos.