Regreso triunfal de Dudamel, en esta ocasión con la orquesta sueca de la que es titular desde 2007, la Göteborgs Symfoniker. El despliegue de efectivos orquestales, unos 120 músicos sobre el escenario, y las obras programadas -menos quizás en Haydn-, presagiaban la potencia del aliento en los medios empleados. Dudamel es, obviamente, un director joven, en la edad por supuesto, y por el trecho de camino que aún le queda por recorrer, evidente, ni se ha acercado al ecuador en una profesión en la que la madurez no entiende de atajos.

Más sosegado en el podio y sin la vigorosa gestualidad que desplegó en este mismo escenario con la Orquesta de jóvenes venezolana Simón Bolívar -buque insignia del proyecto Abreu que mereció el premio «Príncipe de Asturias»-, Dudamel se ha ido curtiendo en la élite como director titular, también, de la Filarmónica de Los Ángeles, con la que tiene contrato hasta la temporada 2018-2019. Ya no es el joven de talento extraordinario y futuro prometedor, es el presente de la dirección de orquesta, y con el tiempo quizás los afortunados asistentes a sus conciertos podamos presumir de haber visto crecer una estrella de la dirección orquestal. Para más gozo del aficionado, sumado a éste, en apenas dos semanas, el pasado día 12 nos visitaba Myung-Whun Cheng, un maestro ya consagrado que sí está en el cenit de su carrera, como lo demostró en un concierto histórico que dejó perplejo al personal.

Dudamel es la fuerza imparable del talento en desarrollo. El poema sinfónico «Don Juan, op. 20» de Strauss -compuesta cuando el compositor tenía 24 años-, inició el concierto casi sin dar espacio para el imprescindible silencio previo a la música -en «Also sprach Zarathustra, op. 23» casi se solapó el final de la obra con los calurosos aplausos, aunque un canto de danza que se diluye hasta desaparecer, creemos que bien merece el silencio como eco-. El impulso de Dudamel no se hizo esperar y la pétrea solidez del conjunto sueco, en una composición concentrada en extremo, se mostró desde los primeros compases en una obra que habla del deseo, la posesión y la desesperación, con un protagonista que «sueña con abarcar el gozo humano» y que termina en un «inmenso hastío», que está repleta de colorido, juegos y contrastes dinámicos, libertad rítmica e inspiración temática.

Desigual suerte tuvo, tal vez, la «Sinfonía n.º 103, Redoble de timbal» en mi bemol mayor de Haydn. Ya con la orquesta reducida, la visión de Dudamel apenas se salió de lo convencional en los dos primeros movimientos, brillaron con luz propia, no obstante, el trío del «Menuet» y el «allegro con spirito» final.

La segunda parte se consagró a la interpretación de «Also sprach Zarathustra» de Strauss, pletórica en su arrebatado lirismo como no podía ser menos con la sentencia marcada en el exergo -la cita que encabeza la obra-, del propio compositor: «La música ha soñado durante mucho tiempo. Éramos sonámbulos, queremos convertirnos en soñadores despiertos y conscientes». A partir de ahí el inmenso poderío compositivo de Strauss, además de desarrollar un dominio formal extraordinario, no parece tener límites para exorcizar con su música. La obra se adaptó al estilo directorial de Dudamel, como apuntamos, menos arrebatado que en su presentación con la Simón Bolívar, pero en línea, no puede ser menos, con el exergo.

La orquesta exhibió a lo grande sus cualidades en todas las secciones, una cuerda poderosa y dúctil, un viento de disciplina ejemplar, potenciado en sus efectivos doblados. En resumen, un conjunto sinfónico que fue un espectáculo sonoro de enormes dimensiones, un compositor imprescindible y un maestro que arranca un impulso directorial con arrebatador talento. De propina el «intermezzo» de «Cavalleria rusticagna» de Mascagni. Bellísima música que podría haber alcanzado, creemos, mayores cotas de emoción.