Por un sendero entre árboles y prados -siempre el rumor del río, a veces el estruendo del mercancías del Vasco-, bosque adentro, había que llevar un saquito con medio kilo de maíz hasta un poyete cerca del molino, donde se dejaba para que, por la noche, molido, bolita hiciera tortas. No había que acercarse porque el molinero era un «sacamantecas». Fernando y Juan Ramón Fueyo seguían luego a la escuela.

El molino era uno de los límites imaginarios del mundo de Nandín Fueyo a principios de los años cincuenta. La abuela trazaba aquellos límites. Un viejo castaño, un vigía de 400 años, marcaba el límite hacia Llanes y desde él había visto llegar un sedán negro levantando polvareda del camino, del que bajaba el indiano a quien servían huevos con puntilla en El Chispún, el barín de Parres de Llanes. A la espalda estaba el Cuera, y en los lados, el río Carrocedo, que desemboca en Llanes, y en Porrúa había un regato con personalidad cuando llovía.

El centro de aquel mundo era la casa de la abuela, dos plantas, corredor y teyavana, cuadra con conejos y gallinas y una huerta donde buscaba la inspiración de la olla del día. Modesta Gómez García, bolita, menuda, sesenta y algunos años, pelo blanco, elegante en su luto riguroso y en su equilibrio sin voces ni riñas, se había hecho cargo de tres nietos, los dos hermanos y Modesta, prima de ellos, hijos de perdedores de la Guerra Civil.

Los hermanos Fueyo habían nacido en el valle de Arán, pegados a la frontera con Francia, esperando a los tíos que, exiliados de España, combatientes de la Segunda Guerra Mundial, iban a rescatar España de la dictadura de Franco con la ayuda de las potencias internacionales. No fue así, y la abuela regresó a Parres, con los niños. Del padre, nada más se supo. La madre trabajaba en Oviedo o en Madrid.

Los cuatro en el llar. Bolita en la tayuela, con manos para revolver las pulientas, acariciar los rizos de los niños que apoyaban la cabeza en su regazo, contaba historias útiles para andar libres sin correr peligro. Sus relatos sacaban brillo a las miradas pero sin llegar al miedo, porque necesitaba que durmieran mientras ella acababa las tareas.

El tiempo era importante para sacar adelante todo y por eso el molinero -que era afable y bondadoso y ajustaba la maquila a las necesidades de cada familia- era alguien a quien no había que acercarse para no entretenerle y que el maíz estuviera molido para cuando fuera a recogerlo.

Fernando, que calzaba madreñas y vestía un pantalón viejo de un familiar y un saco de patatas arreglado para cubrirse con una capucha de cucurucho, pasó vergüenza cuando la abuela le hizo el abrigo con dos pieles de melandru, negras con su raya blanca. El tejón le ruborizaba y le protegía de mojaduras.

Fuera de la escuela, los niños no se mezclaban porque las familias estaban divididas por la guerra. Subían a los árboles, miraban las piedras, los líquenes, la vegetación, Nandín dibujaba siempre, mucho, bien, con tiza... Retratos. La casa estaba en una ladera y, cuando las lluvias, hacía diques y cataratas en el desnivel.

Aquel territorio demarcado por río y regato, castaños centenarios y el Cuera, todo el mundo conocido donde Fernando Fueyo era un niño feliz que no tenía nada, desapareció cuando lo llevaron interno a Avilés.

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Fernando Fueyo pasó de los 9 a los 16 años en distintos hogares del Auxilio Social. Vio a la abuela dos veces, después de una operación y de una enfermedad. Destacó en el dibujo y como era aplicado en Reyes nunca le regalaron un balón, ni un mecano, sino un libro que durante cinco años fue «La isla del tesoro».

Una familia, que no sabía que tenía, lo reclamó. Un tío paterno lo llevó consigo a Madrid, una ciudad que tenía un luminoso de Flex y tranvía y la gente no contestaba si la saludabas. Fue camarero hasta que pintó un mural en el bar y supo que ganaría más dinero dibujando.

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En el verano de 1976, siguiendo una senda hacia Cabrales, se acercó a lo que le pareció una mancha boscosa. Se trataba de un único castaño con otros veinte jóvenes. Saltó una pequeña depresión y se plantó ante el venerable anciano. Se sentó a su espalda, sacó el cuaderno, fue acribillado por los tábanos..., así conoció al castaño de Arangas, un artista arrollador que tiene magníficas vistas del valle y deja rodar sus frutos por la ladera.

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En mayo de 1985, con su matrimonio en quiebra y dos hijos en Madrid, en medio de una estancia de cuatro meses en Sendai y Fukushima, enésima experiencia de nomadismo artístico, vio las lluvias de pétalos de los cerezos en flor y la atenta sensibilidad con que lo gozaban los japoneses y una voz interior le dijo: «Nandín, ya lo viviste, acuérdate de cuando jugabas en el bosque».

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Hace 36 años que, cada otoño, Fueyo se despide del castaño de Arangas antes de que entre en el sueño invernal de los árboles. Ya no puede saltar la pequeña depresión porque ahora tienen la misma edad.