Charlie Frost, fallecido a los 74 años en el transatlántico de lujo «Queen Elizabeth», era muchas cosas. Un comediante, por ejemplo, que se tomaba muy en serio su faceta de periodista incisivo y tenaz, y que hizo de la sátira un mecanismo de reprimenda pública de primera categoría. De no haber acorralado sutilmente a Richard Nixon en la famosa entrevista en la que el ex presidente norteamericano perdió los nervios y su batalla de imagen con la Historia, su fallecimiento habría pasado de puntillas en la mayor parte de la prensa mundial, pero aquellos minutos de gloria (para él) y hundimiento no exento de redención (para Nixon) le garantizan ahora un amplio espacio en los medios, y no tanto por su figura como por lo que simboliza (aún) su trabajo más aclamado, y que el cine se encargó de enmarcar para la posteridad en una estimable película: «El desafío: Frost contra Nixon». Salvando las distancias, fue el equivalente de Jordi Évole, «el Follonero».

¿Y qué simboliza? La capacidad de un periodista con barniz de «showman» para llevar a su entrevistado a las arenas movedizas de la verdad, sin parapetos por un lado ni trampas por el otro. La habilidad de manejar argumentos amartillados sin que la persona que está enfrente se percate de la peligrosidad de las palabras que le arrojan. El tesón para buscar puntos débiles por los que colar la pregunta decisiva en el momento preciso. Y todo ello sin insolencias (nada que ver con nuestra Ana Pastor, por ejemplo) ni ataques frontales: la entrevista como partida de ajedrez entre dos mentes prodigiosas, una entrenada para tácticas sinuosas y pacientes, sin prisas dañinas, y la otra habituada a la estrategia de defensa concienzuda y hermética de quien disfrutó de todo el poder y aún conserva muchas reservas de orgullo herido, de prepotencia que añora la impunidad.

Frost, nacido en la localidad inglesa de Tenterden seis días después del fin de la Guerra Civil española, estudió en la Universidad de Cambridge antes de dar sus primeros planos en un programa satírico, «That was the week that was», que le abrió las puertas en EE UU gracias a la resonancia del formato, mil veces imitado luego. Nunca tuvo problemas de miedo escénico: «La primera vez que entré en un estudio de televisión me sentí como en casa. No me asusté. Hablar a la cámara me parecía la cosa más natural del mundo». Sus palabras iniciales ante las cámaras de EE UU se hicieron tan populares como el «Buenas noches y buena suerte» de Edward R. Murrow: «Hola, buenas tardes y bienvenidos». Bien hallado.

Cuando en 1977 vieron la luz las cuatro entrevistas de 90 minutos con Nixon, tres años después de que el presidente fuera descabalgado del poder por el escándalo Watergate, Frost era una estrella mediática admirada o vilipendiada. Entrevistas por las que Nixon cobró 600.000 dólares pagados por el propio Frost ante la negativa de las cadenas a soltar dinero por ellas. Cuatro semanas, 29 horas de grabación. Agotador.

Frost, tras 40 años en televisión, podía presumir de haber tenido un cara a cara con los ocho primeros ministros británicos que gobernaron entre 1964 y 2010 y con los siete presidentes de Estados Unidos de 1969 a 2008. También se sentó frente al príncipe Carlos, numerosas figuras políticas de Oriente Medio y artistas que hoy son leyendas como Orson Welles, Tennessee Williams y los Beatles. Ninguna de esas entrevistas tuvo una preparación y desarrollo de complejidad extrema como la que le llevó a desafiar a Nixon, que logró la mayor audiencia para una entrevista de prensa de la historia: 45 millones de asombrados espectadores.

Como hombre orquesta que era, camaleónico y audaz hasta rozar a veces lo temerario, Frost tocó muchos palos. Fue escritor, produjo música y películas, impartió clases. Pero, sobre todo, era un magnífico interrogador que dominaba los tiempos de la entrevista para ganar(se) al personaje. Fue uno de los visionarios que convirtió la televisión en un campo de batalla dialéctica con talento, rigor y originalidad: el aburrimiento no entraba en sus planos. Y era un artista de los silencios: antes o después de una pregunta minada resultaban demoledores. Con Frost no serían posibles comparecencias presidenciales en una pantalla de plasma o ruedas de prensa sin preguntas. Medios sin miedos: ablandó a un hombre de acero como Nixon hasta arrancarle una disculpa al pueblo americano. Y solo tenía un arma: la palabra.