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Churchill: ¿quién me pasa el bovril?

Los excesos con la comida y la bebida ayudaron al expremier inglés a incrementar su popularidad entre el pueblo

Churchill: ¿quién me pasa el bovril?

Winston Churchill fue considerado un borracho en algunos periodos de su vida. Beber y fumar formaban parte de la singularísima personalidad, sobre todo, en los últimos años. Exhibió su obesidad, tampoco ocultó los cigarros, pero mucha gente que lo conocía no llegaba a creerse del todo su soberana afición por la bebida. Hitler, sin haberlo tratado, lo describió como un "borracho caduco amigo del oro judío". La reputación del Führer era todo lo contrario: abstemio, vegetariano, incapaz de entusiasmarse por las cosas buenas de la vida. En su caso se podría decir eso de que cada uno es lo que come. Las suyas eran otras apetencias carnívoras.

A Churchill, como buen británico, le gustaba la cocina casera y sencilla, el whisky, el champán y el humo de los habanos. Se enorgullecía de ser inglés delante de un buen plato de roast beef, un bocado sólido y masculino, al contrario de las fruslerías francesas. "Al primer ministro no le gusta el pollo", se quejó a su médico, Lord Moran, cuando en medio de una dieta se lo ofrecieron cortado en pedazos y acompañado de una de esas salsas que entristecen más que un día de niebla.

Prefería el consomé ligero a las sopas cremosas engordadas con patata, y cuando fue la última vez a Estados Unidos preguntó por el bovril. Ya saben la historia de esta palabra compuesta, bo viene de bos que en latín significa buey y la terminación vril procede de la invención del escritor Edward Bulwer-Lyton en su novela "The Coming Race", sobre una raza de humanoides que gozaba de unas energías devastadoras gracias a un líquido de ese nombre que les proporcionaba energía.

En una cena en su memoria en el Savoy, en septiembre de 1985, el primer plato elegido del menú para reflejar sus gustos fue la petite marmite Churchill, seguida de le boeuf contrefilet de roti yorkaise, que suena bastante bien. Era aficionado a los huevos de chorlito, que no se puede considerar algo sencillo pero sí rematadamente británico. Prefería el stilton a cualquier otro queso, pero en caso de apuro no le hacía ascos al roquefort. De postre, helados. Rara vez comía fruta, incluso si se trataba de fruta inglesa.

No miraba el reloj para comer, se acomodó a hacerlo cuando tenía hambre. A este hábito lo llamaba "su tiempo boca abajo". No se las arreglaba para hervir un huevo, a pesar de que su esposa, Clementine, llegó a expresar su preocupación las veces en que lo dejaba solo en Chequers con el cocinero de vacaciones.

Su mayor cosmopolitismo lo demostró Churchill con la bebida. Le gustaban los vinos franceses, especialmente el champán, Pol Roger preferentemente. Lo trasegaba a diario, incluso cuando su economía se debilitaba, además de coñac y whisky escocés blended (Johnnie Walker etiqueta negra). Precisamente por razones económicas domésticas acabó aficionándose al brandy del Cáucaso, mucho más barato. Al whisky lo llamaba con cierto aire de viejo imperialista "el refresco básico de un oficial blanco en Oriente". Lo bebía a partir del desayuno, diluido en agua. "Un enjuague bucal", solía decir. A su secretario particular le comentó más de una vez que le ayudaba a "acelerar el intelecto". Sólo fumaba los mejores habanos, por lo general nueve o diez al día. Respetuoso con la salud del prójimo, en los vuelos en que solía fumar se sentaba en la cabina del piloto, para aprovechar las ranuras del exclusión del aire viciado. Como chimenea compitió con el laborista Harold Wilson, otro inseparable de la pipa.

La faceta de hombre excesivo ayudó a Churchill a incrementar su popularidad entre el pueblo británico. "Cuando era joven me puse la regla de no tomar bebidas fuertes antes del almuerzo. Ahora mi regla es de no hacerlo antes del desayuno.", dijo. Y en otra ocasión: "Cuando era un joven subalterno en las guerra de Sudáfrica el agua no era apta para su consumo. Para hacerla más agradable al paladar tuvimos que ponerle un poco de whisky. A base de esfuerzo diligente aprendí a que me gustase".

El alcohol lo hizo más inglés, como a John Falstaff. También le permitió cultivar alguna de sus ocurrencias más famosas. Por ejemplo, cuando la charlatana y combativa socialista Bessie Bradock le recriminó en público "Winston, estás borracho", y respondió: "Bessie, eres horrible, y yo voy a estar sobrio por la mañana".

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