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Crítica

Los peligros de Bambi

Silva juega a pasar de la comedia dramática al thriller más oscuro con interesante pero desigual resultado

Kristen Wiig.

Nasty baby juega con fuego. Y no se escapa de salir chamuscada del atrevimiento aunque se libra de quedar carbonizada. Es una de esas películas que empiezan siendo una cosa y terminan siendo otra completamente distinta. Radicalmente distante. Finge que va por una dirección y, de pronto, cambia de carril bruscamente y deja al espectador con un palmo de narices. En fin: te ponen delante una libre bienhumorada y blanca y te acaban vendiendo un gato negro y huraño.

El chileno Sebastián Silva empieza con tono ligero a hablar de asuntos muy profundos. Un poco a la manera del hoy olvidado Paul Mazursky en Bob, Carol, Ted y Alice o Próxima parada, Greenwich Village, en las que Nueva York era un cobijo excelente para mostrar un tipo de personajes urbanícolas de modernidad candente. Silva, los tiempos mandan, recurre a la cámara nerviosa y un estilo que busca la naturalidad por encima de todo, especialmente cuando se trata de enseñar la cotidianeidad de una pareja gay. El meollo argumental en esa primera fase se sustenta en el deseo de esos dos hombres de ser padres recurriendo a una amiga como madre de alquiler. Sería tentador echar mano de la comicidad para abordar el asunto pero Silva prefiere tener el humor bajo control y darle más importancia al factor sensible, aunque a veces se entrecrucen las vías: esos vídeos artísticos (ejem) que realiza el propio Silva imitando a un bebé en el suelo invitan a sonreír, pero al tiempo cocinan una extraña forma de patetismo porque con ellos el autor pretende superar su mala conciencia: ¿por qué ese empeño en tener un hijo con su propio esperma cuando hay tantos niños en el mundo que necesitan unos padres que los rescaten del abandono o el horror?

Hay en esa parte inicial una búsqueda casi embobada de la felicidad a cualquier precio que sería casi molesta sino fuera por la irrupción de un personaje que alborota el patio, un vecino que lo tiene todo para ser odioso y que sirve para que el espectador no se descuide: cuidado, aquí hay más cera que la que arde, como parece presagiar esa pantalla de tablet con una chimenea falsa.

Después de la mejor secuencia dramática (la visita a la familia de uno de los novios, se palpa la incomodidad y el desasosiego en el ambiente) y también del momento más risueño (la amiga inyectándose el esperma en acrobática postura), Nasty baby da el volantazo, y no es casualidad que lo haga tras una delirante escena con un oráculo del arte. De repente, la oscuridad. Incluso la fotografía cambia de aires y se vuelve turbia, inquietante, sombría. La trampa es de las que gustan a los hermanitos Coen. A traición y sin contemplaciones. Un accidente inesperado y la búsqueda apacible de la felicidad que nos vendía Silva en un principio da paso a una desesperada lucha por la supervivencia de unos personajes a los que el espectador ha cogido cariño y que, de repente, se han convertido en seres inhumanos.

Hay un momento en que vemos a un ciervo parado en mitad de la carretera en plena noche. La inocencia de Bambi en peligro de ser atropellada. Por desgracia, Silva no es Haneke ni Von Trier con el cuchillo y no mide bien los tiempos ni tiene su talento para que las imágenes supuren inquietud y fatalismo. La trampa funciona a medias pero entre los aciertos de la parte amable y de la parte agria hay suficiente material para salvar al conjunto de la quema.

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