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Gourmets, gourmands, foodies y cachopos

Un cachopo.

Cuenta Christoph Ribatt, en su miscelánea de los restaurantes, cómo en el ámbito anglófono, la la palabra foodie ha sustituido al término gourmet. Según él mismo escribe a los foodies les encanta la comida, sin que tengan que aplicarse los estándares de la alta cocina, buscan realizarse como estómagos volantes, unas veces en restaurantes y otras en camiones de comida (foodtrucks) aparcados en estacionamientos y descampados. Ribatt dice que son progresistas, no elitistas, a diferencia de los exigentes gourmets de toda la vida. Como en tantas otras cosas sucede, es el sino de los tiempos ligado a las circunstancias y a las economías de crisis.

En la jerarquía francesa, gourmet y gourmand asumen también dos categorías clásicas que no siempre coinciden en deberes y objetivos. Gourmand es aquél cuyo mayor placer consiste en comer, y con gourmet se refiere uno a la persona con conocimientos en gastronomía y vinos. Los franceses manejan en ocasiones la palabra goulu que, traducida al castellano, sería glotón, en Asturias fartón, en tanto que con gourmandise, otro vocablo empleado en el país vecino, abarcan de manera venial el arrebato goloso y hasta la gula.

El foodie, además de la afición a la comida, cae con regularidad en otro de los grandes pecados de este tiempo, el narcisismo. Se retrata con los platos que come, sea lo que sea, por supuesto fotografía los platos para difundirlos entre los amigos, en la redes sociales, en los blogs, etcétera. Si no tiene un blog no podrá considerarse un verdadero foodie. Habla de todo utilizando adjetivos elogiosos como si lo que come hubiera nacido al mismo tiempo que él se sentó a la mesa: como si hubiera descubierto la pólvora. En ese sentido, los viejos gourmets, sin tanta farfolla mediática a su alcance, eran mucho más discretos. Comer ciertas cosas destinadas a unos pocos no era que avergonzase hasta el punto de cubrirse el rostro con un pañuelo como sucede con la costumbre de los ortolanos en Las Landas, pero sí pertenecía a un consumo bastante más exclusivamente personal.

Cachopos al poder. El popular cachopo, que en una encuesta ha superado en seguidores a la ilustre fabada en las preferencias de los asturianos, podría ser un plato de foodies y de foodtrucks. En tanto la fabada, campesina y al mismo tiempo aristocrática, es enteramente gourmet: pausada cocción, placer sin límites y lenta digestión. El cachopo, un filete con queso y jamón, empanado, no tiene nada de asturiano que lo distinga entre sus ingredientes, pero sí encierra esa Asturias abundosa o abundona que antepone comer mucho a comer bien. En ese sentido el concepto es un verdadero logro. Tampoco se puede decir que sea original; antes que él ya existía el cordon bleu, de origen suizo o francés, con pollo o ternera, que viene a ser lo mismo, y su versión nacional el san jacobo. El cachopo, sin entrañar originalidad o ingredientes que delaten su procedencia, ecierra conceptualmente asturianía foodie: es grandón, barato y se come de cualquier manera y circunstancia. Por eso es un éxito. Tuvo sus momentos ocasionalmente en las décadas de los setenta, poco después de su alumbramiento, y de los ochenta. Luego desapareció, y ha vuelto a ver la luz robándole el protagonismo a la excelencia secular. Qué se va a hacer.

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