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Hablemos en serie

La eficaz trampa de "Por trece razones"

La serie manipula con habilidad a la audiencia con una artificiosa intriga y un drama poco realista

Katherine Langford.

Sería absurdo negar que Por trece razones tiene el mérito -más social que artístico- de haber removido las aguas turbulentas de un debate importante y necesario sobre las causas y efectos de esa lacra llamada acoso. Ahora bien: no todo es bueno en una serie que obliga al espectador a tragarse muchas incongruencias por exigencias de un guión descaradamente manipulador. Desde luego, el objetivo de llamar la atención se logró con creces porque a la producción de Selena Gómez no se le puede negar habilidad para camelar con un guión que enreda sin rubor y llena de trampas toda la narración aunque se a costa de la seriedad de la propuesta. Y no olvidemos que esta serie presume de realismo.

No es muy creíble que el protagonista (el personaje mejor dibujado en general) reciba unas casetes en las que su amiga cuenta los motivos por los que se suicidó y deje pasar días y días hasta escuchar la que le afecta a él. Claro, no podría durar tantos capítulos si no fuera así. También fuerza a la audiencia a aceptar que haya personajes de una pieza que solo existen para representar determinados estereotipos o dar voz a apuntes sociológicos. Marionetas. En Por trece razones la chica acosada es guapa, inteligente y tiene una familia bien estructurada. Sus problemas con los demás no vienen por su apariencia, su carácter o su color de piel sino porque tiene la mala suerte de que todos los chicos que se acercan a ella (todos guapos de carpeta y de familia confortable) lo hacen para humillarla (con fotos íntimas que circulan por los móviles), decepcionarla (el héroe deportivo herido en su amor propio, el aspirante a poeta que resulta ser un verso traidor) o, directamente, agredirla (el villano sin fisuras). La serie utiliza recursos propios de las películas de terror con víctimas adolescentes (esas visiones sangrientas que parecen un homenaje a Carrie), incluido el hecho de que, a pesar de los antecedentes, se meta directamente en la boca del lobo o acuda feliz y contenta a una fiesta donde están todas sus bestias negras No falta, incluso, el prototípico voyeur que retrata la intimidad ajena desde el jardín, con imágenes de una nitidez sorprendente. El guión acumula tantas situaciones extremas que en ocasiones da la sensación de que no se tiene mucha confianza en el mensaje que se intenta transmitir, a lo que hay que añadir subtramas forzadas que parecen puestas ahí para rellenar capítulos (las investigaciones posteriores, las consecuencias en los padres de la tragedia). La fórmula es sencilla: coger aquellas películas estudiantiles de John Hughes en los años 80 y 90, meterle intriga tipo Cluedo o Agatha Christie (quién mató a?), echar algunas pizcas de Twin Peaks (la original, no esta tercera parte delirante que se ha marcado el amigo Lynch) e impactar con alguna escena fuerte (el suicidio explícito que tiene más de efecto truculento que de necesidad narrativa). El resultado es una serie eficaz (sobre todo cuando la dirige gente experta como Gregg Araki o Carl Franklin) y bien interpretada pero el tiempo no será su aliado precisamente.

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