Empiezan disparando. Claro: esto tiene mucho de western, incluso hay planos a contraluz del protagonista en el umbral de la puerta que tienen aroma fordiano pero no con el desierto detrás sino con la lluvia. La niebla. Urbanita tenaz, a Jorge Martínez le cala hasta los huesos bien afilados el paisaje asturiano. Un esquizofrénico, lo llama uno. Puede estar pasado de pastillas pero nunca dio un mal concierto, sentencia otro. Una noche con Jorge podía acabar de cualquier forma, evocan. Extraordinario bocazas, definen (con risas, ¿eh?) Una vez le partió la cara a un técnico de sonido, recuerdan. Las mejores hostias del rock español, resumen.

Pero cuidado: hay mucha leyenda, dicen también. Cómo no va a haberla si a Jorge de "Ilegales" le llaman vampiro porque "me niego a envejecer". Vampiro también por su aspecto y, por qué no, porque chupa energías ajenas para dar lo mejor de sí mismo. Drácula o Peter Pan: jugando con sus batallones de soldaditos de plomo, volando al País de Nunca Jamás con olor a churrasco.

Prefiere ser cigarra a hormiga, o sea, disfrutar un poco de la existencia porque "antes morir que perder la vida". El mundo es ya: ir juntos, disparar, todo mejor que quedarse a mirar. El documental de Veiga y Moya no da puntada sin hilo: cada testimonio, cada imagen rescatada del pasado propone información consistente y relevante del protagonista. No es una hagiografía, tampoco hace sangre. Anima a leer entre líneas: vidas rotas, errores, colisiones que pudieron haberse evitado. Hay tiempo para la emoción por los que ya no están (una exnovia de la que se acuerda todos, todos, todos los días, su padre, su compañero Alejandro Espina...) aunque las lágrimas vayan por dentro, y también para los tiempos de ruido y furia, cuando el artista iba por las calles de Gijón con un stick de hockey al hombro por lo que pudiera pasar. Aquellos inicios jorgianos no dejaban títere con cabeza: el rock que te arrancará los intestinos. "El escándalo vende", sabía su líder, que viene de familia de guerreros.

A veces, la crónica se convierte en hazañas bélicas, como aquella batalla campal en un escenario con los Stukas por bombardearles con iluminación rácana. O la pelea con Gabinete Caligari porque sí (y vaya tensión se masca en el reencuentro con Urrutia). Y es que Jorge El Loco y los suyos vivían la violencia de forma natural, "formaba parte del proyecto". "Señoras, si no les gusta mi careto cambien de canal", espetó en una intervención televisiva cuando el éxito le amenazaba. "Lo que imperaba era un carpe diem desesperado", resume Igor Paskual con precisión. Ganaron un pastón. Quizá eso fue lo que condujo a la ruptura. Exceso de trabajo, drogas, alcohol. Martínez no quería saber nada de la heroína que aniquiló a tantos. Mejor el whisky. Y la música: "Un grupo que toca despacio, la letras se entienden". Música escueta, esquelética. Mucha atención a la infancia, la patria que alberga la Casa del Misterio con ese cuadro de gauchos descoloridos y sus problemas con la disciplina ("el mal, qué divertido es") y los estudios. Si durante una procesión la emprendió a velazos con los compañeros, tiempo después lo haría con guitarras contra postes del escenario, capaz de dar a un cabezazo a quien se equivoca (una y no más) tocando: "Tengo una manera muy expeditiva de que mi banda suene de puta madre". Se emborrachó por primera vez a los cuatro años con anís. ¿Dónde empieza la pose y dónde el personaje real? Qué importa. "Nunca creí que llegaría a los 60". Crepuscular, abatido pero erguido, camina bajo la lluvia, quizá maldiciendo la senda dolorosa en la que crecen las rosas trepadoras de aroma asesino.