La tecnología invade nuestras vidas. Las coloniza e impone sus reglas. Moldea nuestra conducta. Influye y condiciona. Sí, es una gran aliada para fomentar la creatividad, extiende la conectividad y potencia el entretenimiento. Nadie discute sus utilidades ni sus ventajas educativas. Pero cuando se convierte en una distracción excesiva que perjudica el rendimiento laboral, desangra la cartera, distorsiona nuestros hábitos y daña las relaciones personales, se puede convertir en una presencia nociva.

Hay voces expertas que alertan: los teléfonos inteligentes pueden hacernos tontos, tanta pantalla es peligrosa, vivimos pendientes de los mensajes y los me gusta y los correos y los vídeos virales y las actualizaciones de estado y? De la mañana a la noche, siempre a mano. Existe, incluso, una expresión para definir un síntoma de adicción al móvil: el síndrome de la vibración fantasma. O sea: miras la pantalla porque crees que te ha llegado una notificación y no es así. Falsa alarma que puede desatar alarmas. ¿Y si llegan los nervios por haber olvidado el aparato en casa? ¿Y si duelen los pulgares de tanto usarlos? Un 77% de los dueños de un teléfono inteligente sufren nomofobia, provocada por la ansiedad de no poder acceder al aparatito cuando se quiere.

Frente a ese dominio creciente de la tecnología ya surgen contraataques para minimizar su impacto negativo que buscan desintoxicar a las personas en situación asumida de riesgo. Es el "digital detox". Los expertos apuntan varias tareas para empezar esa "cura" de intoxicación digital. Primero hay que evaluar el problema haciendo inventario: cuántos aparatos hay en nuestra rutina diaria y cuántas cosas que nos gustan hemos aparcado por su culpa. Hay estudios que apuntan datos inquietantes: pasamos tres semanas al año en las redes sociales y leyendo correos electrónicos. De ese tiempo, ¿cuántos momentos nos aportan algo realmente valioso y no son simples gestos rutinarios de los que a veces ni siquiera somos conscientes?

Luego hay que marcarse un objetivo inmediato: decidir un tiempo máximo de relación con las pantallas, y que sea un plazo sensato que obedezca a necesidades, no a tareas intrascendentes y prescindibles. Ojo: sin fijarse unas metas tan ambiciosas que sean imposibles de cumplir. Poco a poco y ampliando progresivamente el alejamiento. Tampoco conviene abarcar demasiado y acabar apretados por la urgencia. Lo inteligente es ordenar los hábitos y enfrentarse a ellos uno a uno. No es buena estrategia apagar el móvil durante días y no aparecer por las redes sociales en semanas. Como ocurre con las dietas, el efecto rebote puede hacer que el remedio sea peor que la enfermedad. Aumentar las dosis de autocontrol es la mejor forma de sentir que puedes conseguir lo que te propongas y que las máquinas ya no mandan en ti: están hechas para servirte. Un consejo con los correos electrónicos: cualquiera que sea el trabajo que desarrolle, no hay mensaje en el mundo que no pueda esperar un par de horas para ser leído. No hay por qué estar (de)pendientes cada minuto de si entran en nuestro buzón. Y programar cuándo lo hacen es tarea sencilla y eficacísima.

Importantísimo: el móvil, la tablet y el ordenador portátil se quedan fuera del dormitorio por las noches. Salir a pasear sin unos cascos puestos es una forma estupenda de recuperar el placer de sentirse parte del mundo, sin aislamientos ni blindajes. Mirar a nuestro alrededor y dejar de clavar la vista en una pantallita. Escuchar. Ver y además mirar. Mantener los pulgares quietos mientras viajamos. No hablar a voz en grito para que se entere todo el mundo. No sustituir una charla cara a cara con un intercambio de whatsapps. Prestar atención a los demás sin poner el móvil sobre la mesa. E invitar a los demás a hacer lo mismo: una familia que come o ve la televisión con los móviles apagados está encendiendo el valor de la compañía humana, no telefónica.