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La Espuma De Las Horas

La Araña que tejió gloria y ruina

Arroyo recrea en "Panamá Al Brown" la turbulenta vida del boxeador, bailarín y poeta noqueado por sus sombras

Con su caballo "Marquisette", en Maissons-Laffite, en 1934.

Alfonso Kid Teófilo, Al Brown, era, además de un estilista del boxeo, el poeta de lo existente, de lo imprevisible. Según Eduardo Arroyo, el hombre que mejor ha narrado la excepcionalidad del púgil panameño, su nombre proclama la soledad sin remisión. Hasta morir abandonado, arruinado y enfermo de la forma más miserable posible en Nueva York, lo tuvo todo al alcance de su mano, dinero y gloria, y todo lo despachó con un tren de vida frenético." Panamá Al Brown", de Arroyo, uno de los libros de boxeo mejores que conozco, acaba de ser reeditado por Fórcola. Es un estupendo relato sobre un puglista de vida desordenada, que se codeó con la intelectualidad , opiómano, bebedor, siflítico, apostador, homosexual, amante de la música y que estuvo a punto de ser envenenado más de una vez por sus propios cuidadores, especialmente cuando lo vigilaba un tipejo llamado Bobby Diamant.

Diamant debería figurar con todo merecimiento en la historia universal de la infamia. Era un preparador gordo con orejas de coliflor y un ojo de cristal. Entre los que oyeron hablar de él casi nadie recuerda dónde nació, pero sí que se hizo famoso por su habilidad para amañar combates y envenenar a sus púgiles en los rincones del cuadrilátero. Eso fue lo que pasó con Brown, más conocido por la Araña Negra; el gitano Theo Medina, al que le puso estricnina en la bebida en una pelea en Londres contra Fitton y, en 1936, con nuestro Baltasar Sangchili, que cayó repentinamente al suelo y sin que nadie le hubiese tocado en el decimocuarto asalto de su combate contra Tony Marino. Además del demonio en persona, Diamant era el rey de los combinados. De hecho, se dedicó durante un tiempo a servirlos en la barra de un bar. A Panamá lo champanizó, día a día, las semanas que precedieron a la pelea con Sangchili en Valencia. Con frecuencia, Diamant traicionaba a sus boxeadores y se pasaba al contrario. Ese juego lo practicó durante años. Sus pócimas no las empleó sólo para tumbar al pupilo sino para "reanimarlo" de acuerdo con la conveniencia y el ritmo de las apuestas. Robert Cohen, campeón de los pesos gallo, rememoró así un durísimo asalto con el siamés Songkitrat: "En el decimotercer round no tenía piernas. Al volver al rincón le dije a mi manager, Bobby Diamant, que tirara la toalla. Me dio algo para beber. En el catorce, el árbitro me levantó el brazo y era campeón del mundo. No me pregunten cómo regresé al vestuario porque no lo sé. ¿Qué bebí? Todavía estoy preguntándomelo".

Al Brown, en cambio, sí recordó durante mucho tiempo lo que bebió aquellos días de vino y rosas en Valencia antes de medirse a Sangchili y morder el polvo. El pintor y periodista Eduardo Arroyo cuenta cómo vigiló atentamente que el vaso del campeón panameño estuviese siempre lleno, a veces de veneno, la larga temporada del infierno antes del combate. En el pesaje, la Araña Negra había superado en 700 gramos el límite de los gallo. Lo que se le exige a un boxeador en esas circunstancias es que sude lo suficiente y vuelva a la báscula con el peso justo para enfrentarse a su rival en los términos que estipula el contrato. Pero Al Brown protestó; se había pesado en el hotel media hora antes y estaba dentro de los límites establecidos. Arroyo explica que las autoridades recorrieron varias farmacias en busca de un pesaje fiable y todas las básculas marcaban lo mismo. "La única báscula falseada era, precisamente, la que estaba en el cuarto de baño de su habitación: Bobby la había amañado. Se trataba de un engaño semejante al de Cuthbert años antes".

A Brown le costó bajar el peso para poder enfrentarse al boxeador de Torrente, un púgil rocoso y moderado en los vicios, pero que acabó siendo también víctima de Diamant, que lo noqueó con ponche amargo la tarde que precedió a su combate del Madison con Marino, después de haber vendido la pelea. Le grand virtuose de ring, como conocían los franceses a Brown, era un boxeador fibroso, como una vara de bambú, ágil, estilista y técnico. En lugar de brazos poseía dos rifles. Dominaba como nadie la derecha y tenía gran capacidad para asimilar el castigo.

Era un prodigio, pero le gustaban demasiado los muchachos, el coñac, la marihuana y el claqué. Todo eso lo llevó a la lona en Valencia, debilitado como estaba, además, por el adelgazamiento al que tuvo que someterse. Se retiró arruinado a París para dedicarse al cabaret y ser garçon inseparable durante una temporada del escritor Jean Cocteau.

La de Arroyo es una biografía colosal que merece la pena leer, tanto si a uno le gusta el boxeo como si no.

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