El equilibrio necesario para que un sistema educativo resulte eficaz pasa por que la autoridad del profesorado sea reconocida más allá de la mera garantía jurídica o del derecho, pasa por un reconocimiento político y social en donde el papel del profesor sea responsablemente asumido por los protagonistas del proceso educativo, desde las familias a los más altos cargos políticos pasando evidentemente por los alumnos.

Dicha autoridad debe navegar entre el ordeno y mando y el mero consejo, debe procurar obligar voluntariamente al alumno en su necesidad de esforzarse para saber, orientarlo para que procure, como ciudadano de pleno derecho que responsablemente puede ejercer su voto, salir de la caverna de la mera opinión espontáneamente fundada y cuyo recorrido no va más allá del mero tópico manido y trillado, es decir: poco original y de escaso recorrido.

En definitiva, que todos los miembros de la comunidad educativa sean conscientes de que su persona moral es ajena a la igualdad; el profesor no es igual que el alumno, los padres no son iguales a los hijos. ¿Si todos fuésemos moralmente iguales, si todos tenemos nuestras opiniones, si todos ponemos en forma de discurso el mismo grado de verdad y argumentación, entonces para qué educar y procurar que nuestros alumnos aspiren, según la tradición griega y occidental, a un saber comprometido con la verdad?

Por tanto, dicho plan educativo pasa por dejar claro cuál es el rol de cada uno de los protagonistas del proceso educativo; si esto funciona dirigiremos nuestra actuación educativa hacia el bien, hacia lo mejor; en cambio, si cada uno va por su cuenta, en esta sociedad de individualidades escasamente comprometidas con cualquier proyecto social de convivencia, entonces vamos apañados.

Diecisiete modelos autonómicos más el de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla bajo la aureola metafísica de una armonía buenista sin justificar e ineficaz parece que no están dando los resultados apetecidos.

Competir entre nosotros, ponerle trabas al vecino, no es más que errar la dirección de nuestro sistema educativo, y no ser conscientes de ello es la clave que nos puede permitir entender por qué no se produce de una vez por todas el tan ansiado Pacto por la Educación.