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Saúl Fernández

Crítica / Teatro

Saúl Fernández

Pequeñoburgueses a la luz de la luna

"El nombre" es un cuento de pequeñoburgueses a la luz de la luna. O, por lo menos, que titila en el decantador en el que se ha vaciado una botella de vino caro que dura un instante y medio sobre la mesa de centro de una sala de estar con terraza, libros y platos de comida internacional.

El espectáculo que se vio antes de anoche en el teatro Palacio Valdés de Avilés y anoche en el Jovellanos de Gijón arranca cuando Vicente Cortés (Jorge Bosch) llega una noche a casa de su hermana Cuqui (Amparo Larrañaga) que le ha invitado a celebrar otra cena más en familia, anclada en el pasado y con la confianza de los muchos años compartidos. Cuqui está casada con Pedro (Antonio Molero), el mejor amigo de su hermano el jeta. Pedro es un ilustre profesor de la Complutense que lee a Neruda en ruso porque le relaja, que colabora en un suplemento de cultural y que siente una envidia atroz por la vida disipada de su cuñado el divertido...Pedro es, pues, un rollo de hombre, vamos.

Sobre estos tres personajes se mueve "El nombre", sobre estos y también sobre Carlos (César Camino) y sobre Ana (Kira Miró). Los cinco comensales se comen al público en un espectáculo conformado sobre unos cimientos de arena y barro, pero capaces de sostener el objetivo final de los dos autores de la comedia: radiografiar al elemento "progre" del presente, reflejo inmediato de aquellos que protagonizaron los años ochenta europeos. Y es que "El nombre" podría ser un ejemplo de dramaturgia europea fetén. Los autores -Mathieu Delaporte y Alexandre de la Patellière- son muy franceses. Mogollón. Pero pasados por el tamiz de Jordi Galcerán, se hacen más cercanos. En el texto original el conflicto inicial tiene una explicación sociológica: más allá de los Pirineos no se ha superado el conflicto entre los franceses libres y los colaboracionistas y así se hace verosímil que estalle todo cuando se sabe lo del nombre. Eso, el lío del nombre, a este lado de la cordillera, es como una idea disipada y un pelín forzada. Pero tampoco pasa nada. Lo interesante viene después. En "El nombre" no importa cómo estalla la bomba, lo que importan son las consecuencias del estallido de esa bomba.

Galcerán se trae París a Madrid y el esqueleto central de la comedia francesa funciona y se lleva aplausos y más aplausos, risas y más risas. Los dos autores saben dibujar los esterotipos de los pequeñoburgueses de tal modo que todos los espectadores sienten que la mímesis aristotélica se inventó para algo: para descargar sobre la escena todas las cargas que se soportan durante la vida.

Gabriel Olivares, el director, mueve a los cinco actores con destreza por un escenario que es una ático fondón en donde pasa la noche y la discusión se va agrandando hasta el monólogo final de Amparo Larrañaga, que hace mutis y se lleva con el portazo los aplausos de los espectadores cazados a lazo desde la primera escena: con la plancha. Jorge Bosch sobresale en un reparto de campanillas, pero es natural, el suyo es papel bombón. Los jetas son deliciosos. "El nombre" pone nombre a todo el mundo.

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