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"El bosque animado"

No sé cuántas veces habré leído "El bosque animado". Da igual, siempre que vuelvo a leer la maravillosa obra de Wenceslao encuentro algo nuevo. Así que estoy otra vez en ello porque ahora, en otoño, es cuando mejor se entiende lo que pasa en el bosque. Se entiende divinamente, pero como la vida es algo más que leer, sucede que, a veces, realidad y ficción se mezclan y forman una especie de pienso compuesto que alimenta la imaginación con cosas que prefiero no contar no vaya a ser que además de no leerme no me saluden tampoco. De modo que no les cuento la que tengo liada con el bosque, la corrupción, Halloween y las elecciones. Con Mariano Rajoy, Artur Mas, Fiz de Cotobelo y Xan de Malvís. Los dos últimos, un ánima en pena y un inocente bandido, apodado Fendetestas, que solía asaltar a la gente en los bosques de Cecebre.

La literatura sirve para eso, para entretener y estimular la imaginación. También nos hace reflexionar, que es a lo que voy porque me he dado cuenta de que la fábula de los árboles, que era lo que estaba leyendo cuándo apareció Rajoy y dijo aquello de que España era un desierto hasta que llegó él y la convirtió en un vergel, explica infinitamente mejor lo que ocurre en España que diez artículos de opinión escritos por los más afamados escritores.

Cuenta Wenceslao que un día llegaron unos hombres al bosque y plantaron un poste de telégrafos. Un poste que los árboles que estaban allí acogieron con sorpresa, deslumbrados por su aspecto, pues consideraban que los hilos telegráficos eran sus ramas, los aisladores de cristal sus frutos y el tronco, esbelto y liso, un prodigio de la naturaleza. El caso fue que los árboles explicaron al poste que disfrutaban abrigando nidos de pájaros entre sus ramas y dejando que el viento las agitara porque así componía una música que era como el murmullo del mar. Le explicaron todo eso y le invitaron a que hiciera lo mismo para que se sintiera como uno más entre ellos. Pero el poste recriminó lo que hacían calificándolo de poco útil y nada serio. Dijo que él representaba el progreso y que todo el bosque debería hacer lo mismo: dejarse cortar el tronco, pelarse las ramas y convertirse en poste para ser de utilidad.

Los árboles, al principio, pensaron que el poste tenía razón. Dejaron de acoger a los pájaros, se resistieron al viento y se volvieron tristes a fuerza de querer ser útiles. Vino, entonces, el invierno y lo hizo cargado de fuertes vientos que desmocharon las ramas de muchos árboles y derribaron, incluso, a los más débiles. El bosque quedó tan afectado que se fue volviendo cada vez más sombrío y algunos árboles murieron en su intento por parecerse al poste. Pero, pasado un tiempo, llegaron, de nuevo, los hombres, examinaron el poste, vieron que su madera estaba carcomida y lo derribaron. Los árboles presenciaron el derribo asustados, tenían miedo a las consecuencias, no obstante se dieron cuenta de que su vecino siempre había estado muerto y sus pareceres, que tanto les influyeron, no tenían razón de ser. El resultado fue que los árboles volvieron a sentirse alegres, los pájaros volvieron a cantar en sus ramas y el viento recuperó su música. El bosque se volvió animado en cuanto los hombres derribaron el poste.

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