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Saúl Fernández

Amor fieramente humano

Hubo aplausos. Muchos. Y también bravos. Y ojos lacrimosos. De todo. Concha Velasco pidió hablar. Se hizo el silencio en el Palacio Valdés. Explicó lo entusiasmada que estaba por haber trabajado "durante cerca de dos años" con un actor como Hugo Aritméndiz, su compañero sobre la escena, su "hijo" ficticio con síndrome de Down. Y entonces hubo más aplausos, más bravos y más ojos lacrimosos.

Cuando Concha Velasco sale a escena, los espectadores se rinden. "Olivia y Eugenio" no iba a ser de otra manera. El público que llenó el Palacio Valdés anteanoche se desarmó por completo ante la actriz. Y ante Aritméndiz. "Olivia y Eugenio" es una comedia dramática que crece sobre los cimientos de la tristeza más aprehensible. Y aprehendidos quedaron todos los espectadores.

Natural.

Concha Velasco es una gigante, incluso cuando tiene que defender textos que no alcanzan su talento. Y el de "Olivia y Eugenio" fue uno de ellos. Es una pieza de esas que se construyen certeramente para levantar sonrisas, congojas y alguna lágrima. Pero nada más. Herbert Morote, el autor de "El guía del Hermitage", escribe un monólogo para una mujer de carácter que, de cuando en cuando, corta con intervenciones breves de su hijo.

Olivia (Concha Velasco) cuenta a los espectadores quién es, de dónde viene y qué le ha conducido a aquella noche que pretende que sea la última. Mientras declama su monólogo, su hijo Eugenio la escucha, sale de escena y se viste, vuelve a salir y vuelve a cambiarse de ropa y, tras un tercer cambio de ropa, se alcanza el clímax, nada sorprendente, pero lleno de congojas. El texto "Olivia y Eugenio" -entre lugares comunes y algún que otro "otrora"- tiene más de narrativo que de teatral. Y eso se nota. Se lo digo yo.

Concha Velasco es capaz de sostener ella sola una función con la gravedad que dan las tablas. Sin embargo, lo fantástico no fue ella, fue ver cómo un director como José Carlos Plaza supo mover a sus dos actores sobre una escena llena de puertas, con focos que iluminan y subrayan una relación de amor entre una madre y su hijo del alma. Todo con el objetivo final (y cumplido) de recaudar aplausos, bravos y ojos lacrimosos.

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