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Saúl Fernández

Crítica / Teatro

Saúl Fernández

¿Dónde estás, Moby Dick?

Moby Dick es el nombre de un cachalote blanco y también es una obsesión: la del capitán Ahab; herido por el rayo y en su mitad podrido ha decidido volver a los mares para acabar con el animal que acabó con su propia voluntad. Más o menos esto es lo que escribió a mediados del siglo XIX el novelista norteamericano Herman Melville, el autor de uno de los libros más preclaros de la literatura estadounidense. Cuando al otro lado del Atlántico las aventuras se salían de las páginas, en España se leía a Fernán Caballero sin saber que era mujer y se llamaba Cecilia Böhl de Faber. Y es que así era el mundo en aquellos entonces.

La novela de Melville tiene ochocientas y pico páginas. La versión de "Gorokada Teatro", que se vio el sábado en el Niemeyer, poco más de una hora. Y es una lástima. Que la aventura buena se tiene que saltar las esencias para poder conquistar la plenitud. Que vaya, que se hace corta. Pero es normal: yo no era el público medio al que dirigían su trabajo los de la compañía vasca. El espectador ideal tenía bastante menos edad. Y muchos se lo perdieron. Y fijo que lo lamentarán. El "Moby Dick" de "Gorokada Teatro" despierta el deseo de la aventura. Y, si no lo hace a toda vela, es por esa opción extraña de amplificar a los actores sobre la escena, que a veces a uno le daba la sensación que escuchaba la tele y no atendía a la obsesión de Ahab.

La del marinero, ya digo, era un cachalote; la de la compañía de teatro, las puras esencias: dos tableros y una soga hacen de barco, de barca? dos notas de violín, de ballena bajo las aguas? Y eso sí que mola. Sin ballena, hay ballena; sin barco, hay barco; con cinco actores (dos de ellos, además, músicos) hay una tripulación? Y todo empieza con Ahab cruzando la escena con ritmo tenebroso? Pero esa niebla se disipa muy pronto con el lío "slapstick" (coreografía cómica) de la posada del comienzo, el camarote de los hermanos Marx, la presentación de Ismael, al que todos los que acudimos al Niemeyer pudimos llamar finalmente Ismael.

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