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Vita brevis

El sueño americano

Tras la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos

Hay dos fiestas neoyorquinas que se celebran con grandes desfiles por la Quinta Avenida y que por estas latitudes son generalmente conocidas. Una de ellas es el Columbus Day, que conmemora el descubrimiento de América por Cristóbal Colón con bastante más interés, participación y orgullo que aquí lo hacemos en ese mismo 12 de octubre. La otra es el 17 de marzo, para celebrar a San Patricio, que es el patrón de Irlanda y ya se sabe que en esa ciudad americana viven multitudes de descendientes de emigrantes irlandeses, muchos de los cuales forman sagas familiares de policías y bomberos que, a la salida del servicio, se solazan unas cervezas. En las películas siempre pasa así, pero el conocimiento de esta fiesta en nuestra Asturias viene más por lo del desfile con las gaitas, en el que suele participar alguna banda de aquí, que por algo también somos celtas, aunque cortos y sin boquilla.

Lo que por estos andurriales poca gente conoce es que en la Gran Manzana hay también otro festejo a mediados de septiembre, que desfila prusianamente por la misma avenida y concluye en Central Park con un festival de música, salchichas y cerveza, todo al modo típicamente alemán. Es el Steuben Day, en honor del barón Friedrich von Steuben, que ofreció sus servicios como voluntario a George Washington en la Guerra de la Independencia. Es que muchos americanos también son descendientes de emigrantes alemanes, tantos que hasta hubo un momento en que se pensó declarar oficial su idioma.

Kallstadt es un bucólico pueblecito del Palatinado, en medio de la zona vinícola del valle del Rin, con numerosas bodegas en las que se destila un vino muy reputado por lo que se la conoce como Edelweinort, que viene a ser algo así como lugar de vino noble, que no dudo que lo será, pero que es una especie de vinagre vomitivo, que te da una acidez que te revuelve las entrañas, comparado con los que se producen en cualquier sitio de España. Es que, si no hay sol, pues no hay manera.

En el siglo XIX el ahora turístico pueblo de Kallstadt no debía ser tan próspero, porque de él también emigraron a América algunos de sus hijos en busca de mejor fortuna. Al menos a algunos de ellos les sonrió la vida y la alcanzaron. El primero se llamaba Johann Heinrich Heinz, y anda que no se montaron bien en el dólar sus descendientes, gracias a esa guarrería de salsa de tomate podrido que se llama kétchup, con la que tanto gustan los jóvenes estropear cualquier plato. Otro era el joven Friedrich Trump que, con 16 años, se embarcó en Bremen hacia Nueva York, donde ya vivían su hermana mayor y el esposo de esta Fred Schuster, también de Kallstadt. Allí obtuvo inmediatamente un empleo en una barbería de otro alemán, hasta que decidió trasladarse al Oeste, donde estableció un "saloon" de esos que salen en todas las películas, que son a la vez bar, restaurante y casino, con habitaciones para señoritas en enaguas de moral distraída, para una clientela de buscadores de oro barbudos, zarrapastrosos y puercos. Al poco vendió muy bien el establecimiento, levantó otro y compró unos terrenos, siguiendo con diversas inversiones que, a su muerte, dirigió su esposa Elizabeth, también del mismo pueblo alemán, y que demostró ser una espabilada mujer de negocios, siendo la enérgica matriarca que levantó el imperio inmobiliario de la familia Trump.

Donald Trump es el nieto de aquellos emigrantes alemanes, cuya vida se desarrolló como el guión de una de esas películas de Hollywood que relatan las hazañas de los pioneros que forjaron la nación bajo el impulso del sueño americano. Él ya es Presidente de Estados Unidos, que es la culminación de ese sueño. Fin.

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