La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El termómetro

Sobre los plumeros

Últimamente siento una aprensión creciente a cuento del plumero de la pampa. Cada vez que salgo del pueblo, desde casi el kilómetro cero, allá donde mire los veo por todas partes. Crecen sin control y va a ser difícil frenarlos. Alguien me dijo en su día que se trata de una planta invasora, y fue quizá esa denominación lo que me hizo estremecer. Eso y el hecho de que la invasión es constante e intemporal. Están ahí todo el año. No son como Halloween o Papá Noel, que están un rato y se van. Los plumeros han venido para quedarse, como las expresiones "detrás mio" o "vestir casual". El hecho de que puedan atentar contra la biodiversidad local tiene poco peso a la hora de obligar a las administraciones o a la gente a tomar medidas. El problema es que quitarlos va a costar pasta, y entre la disyuntiva de perder la biodiversidad y aflojar ya sabemos quién gana la partida.

Hoy en día los plumeros son una amenaza a la biodiversidad y también una metáfora. La pena es que no nos hubieran invadido hace, pongamos, 25 años. Entonces nos habríamos dado cuenta de que hay cosas que no puedes dejar crecer porque después el coste de eliminarlas es demasiado grande con respecto al de dejarlas como están, y entonces se quedan. Pienso, por ejemplo, en los centros deportivos, canchas, gimnasios y demás familia que crecieron como hongos -o plumeros- en los años de las vacas gordas y de los que ahora no se puede prescindir. Pensemos en el tatami de Leceñes. ¿Es necesario hoy? Quizá no, pero por una razón perversa: que teniendo este equipamiento construyeron un porrón de ellos nuevos a su alrededor. ¿Tenía sentido hacerlo? No. ¿Por qué se hizo? Porque se podía. ¿Para qué voy a planificar si tengo pasta suficiente para complacer a todo bicho viviente? Y así está la cosa, plagada de plumeros.

Compartir el artículo

stats