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Relatos de estío

La buena hija (II)

Relato ganador del LXVI Concurso de Cuentos organizado por la Sociedad de Festejos y Cultura "San Pedro"

Pero tumbada sobre la hierba húmeda del jardín, ocurrió que un día, por fin, me detuve a escuchar sus voces conversando y, en el murmullo enmarañado de reproches y súplicas y confesiones, distinguí las dos sílabas de ese verbo implacable y la respuesta de mi padre: "no es nada personal", y una pausa, probablemente un trago de cerveza, y después el tono mesurado de su voz, apática, sin inflexiones, sin rastro apasionamiento: "yo no tengo nada contra ellos; solo es política, nada personal".

A mi madre la incineraron un día de otoño que amaneció soleado.

Recuerdo que viajé con mi abuela hasta el pueblo al pie de las montañas de donde ella procedía. Allí, en realidad, no le quedaban más que algunos parientes lejanos. Su única familia éramos la abuela y yo. Y mi padre, claro. Pero él no acudió al tanatorio ni se presentó tampoco en el pueblo donde enterramos la urna con las cenizas. Se limitó a llamar a la abuela por teléfono desde alguno de esos lugares esquivos en los que transcurría su vida para darle instrucciones precisas sobre el enterramiento.

Hay varios detalles que se me quedaron grabados de ese día. Fogonazos de memoria, imágenes que regresan como ráfagas de metralla.

Recuerdo el sol filtrándose entre los árboles, derramando un encaje de sombras sobre las sepulturas. Había muy poca gente reunida en torno al hoyo donde un empleado del cementerio colocó la urna; algunos lanzaban fugaces miradas en nuestra dirección, pero nadie se acercó a saludarnos. Alguien desplegó una bandera y uno de ellos entonó un himno que yo aún no reconocía; después empezó a correr un aire frío y la gente se dispersó. Ya era cerca del mediodía y la abuela me llevó al centro del pueblo a comer algo. Entramos en una taberna. Enseguida distinguí a algunos de los hombres que habían acudido al cementerio.

Estaban apoyados en la barra y sujetaban vasos pequeños rellenos de un líquido oscuro. Me di cuenta de que mi abuela también los había reconocido. Uno de ellos nos vio, dio con el codo a su acompañante y nos señaló con la barbilla. Todos se volvieron hacia nosotras, mirándonos. La abuela les mantuvo unos segundos la mirada; después se dio la vuelta y abandonamos el local. Me apretaba la mano muy fuerte, casi me hacía daño.

No pude echar de menos a mi madre, porque apenas la conocí. No es más que una imagen frágil, borrosa, de mi primera niñez. Un recuerdo que se fue deshilachando con el paso de los años. Su cuerpo apareció en una cuneta con un agujero de bala oscureciéndole la frente. Pero eso, como tantas cosas, lo supe mucho después. Hubo trámites, atestados policiales, una autopsia; la abuela tuvo que acudir varias veces a la comisaría a declarar. Imagino que todo lo hizo con discreción, mientras yo estaba en el colegio. Como era pequeña, no leía la prensa y no pude reconocer el nombre de mi madre en los titulares. Tampoco habría entendido por qué se repetía una y otra vez la misma palabra: "traición". Nadie en el colegio relacionó mi apellido con el que proclamaban las pancartas de las manifestaciones que, durante algunos días, se sucedieron en el casco viejo de la ciudad. En mi colegio de monjas, aquellas eran cosas que se mencionaban en susurros, con silencios entrecortados, como si nadie estuviera seguro de que se tratara de hechos que de verdad sucedían ahí afuera, o como si prefirieran no estarlo.

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