La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Relatos de estío

La buena hija (V)

Relato ganador del LXVI Concurso de Cuentos organizado por la Sociedad de Festejos y Cultura "San Pedro"

Jamás acudía a la cárcel, donde mi padre aún debía pasar muchos años, evitaba a propósito la lectura de cualquier noticia que pudiera estar relacionada con él y ni siquiera traté nunca de averiguar qué era en realidad había ocurrido con mi madre, qué fue lo que en su día proclamaban las pancartas que reivindicaban su figura, por qué ese silencio hostil en torno a mi padre. Ingenuamente, creí que podría así desvincularme de todo aquello, vivir un presente desnudo de pasado, mantenerme aislada y protegida en el centro de una nube de silencio. La figura de mi padre se había ausentado de mis pensamientos; no era más que una sombra, un espectro que aparecía tan solo convocado por la propia voluntad de olvidar. A cambio, el amor, como un intruso impetuoso, iba adentrándose hasta el fondo de las estancias, conquistando espacios, espantando fantasmas.

Pero el pasado seguía cristalizando en mi presente y me mantenía cautiva, como si yo fuera uno de aquellos desdichados que mi padre, y otros como él, maniataban y amordazaban y ocultaban durante meses en habitáculos angostos, sin posibilidad de escape ni redención. Cuando Alberto y yo descubrimos quiénes éramos en realidad, el pasado se interpuso con la virulencia de una explosión, arrollándolo todo a su paso, aniquilando lo que ya creíamos nuestro mientras compartíamos pálidos amaneceres entre las sábanas. La culpa y el resentimiento y la pérdida y la revancha, aunque no fueran en realidad nuestros, aunque no fueran más que una culpa y un resentimiento vicarios, cuartearon el amor, hasta que terminó por estallar. De Alberto, de la felicidad de ser dos, de todo lo que juntos podíamos haber sido, no quedaron más que fragmentos resquebrajados, esquirlas cortantes que terminaron esparcidas de cualquier manera en las alcobas, en los corredores, en los aposentos más privados de mi intimidad.

La llamada llegó un día cualquiera, un martes de otoño, cuando me disponía a salir para mi trabajo en la agencia. Un funcionario de prisiones me comunicaba que se proponían excarcelar a mi padre por motivos humanitarios. Me habló con frialdad burocrática de la furiosa malevolencia de un tumor que anegaba con celeridad las entrañas de mi padre. Le quedaba muy poco tiempo de vida, no podía valerse por sí mismo y necesitaba de alguien que se hiciera cargo de sus cuidados. Yo era su único familiar.

Colgué el teléfono sin saber muy bien a qué acababa de comprometerme en realidad. Hacía años que no veía a mi padre. Cuando lo tuve frente a mí, me costó reconocerlo. Ya no quedaba casi nada de aquel hombre de reflejos rápidos y porte atlético, que podía salir corriendo tras perpetrar un ataque. Lo trajeron en una silla de ruedas. Tenía los hombros hundidos y el pecho convexo, una mata de vello canoso y lacio brotaba por la camisa abierta. De su boca había desaparecido el rictus de ferocidad, cualquier vestigio de altivez.

Arrastraba una pesada y trabajosa respiración que destilaba alientos a sopas tibias, a medicamentos contra el dolor, a reflujos y a flemas.

Vencido, abandonado a mis manos y mis cuidados, todo él se había convertido en metáfora rigurosa de la derrota. Sólo los ojos de rapaz eran aún reconocibles bajo unas cejas grisáceas y alborotadas. Ojos de alimaña que asoma a tientas desde su guarida, ojos en los que palpitaba un furor latente, como una bala en la recámara. Unos ojos que me miraban con fijeza cuando me acercaba a su cama para vigilar una sonda, para comprobar el pulso, para administrar un remedio. A veces él me hablaba, pero yo abortaba con lacónicos monosílabos cualquier tentativa de conversación.

Compartir el artículo

stats