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Relatos de estío

La buena hija (y VI)

Relato ganador del LXVI Concurso de Cuentos organizado por la Sociedad de Festejos y Cultura "San Pedro"

A pesar de mi impenetrable silencio, una mañana comenzó a hablar sin pausa, como si desgranara una confesión.

Con una voz que intentaba ser cálida, cercana. Personal. Una voz que sonaba degradada, corrompida por la enfermedad. Me preguntó por qué no había ido a visitarlo en la cárcel durante todos estos años. Estaba postrado en la cama que había sido de mi abuela, las manos crispadas sobre la sábana, las venas abultadas como lombrices palpitantes. Trató de incorporarse, pero le fallaron las fuerzas y se dejó caer sobre la almohada. "¿Era por lo de tu madre?", preguntó, "¿por eso no querías verme?". Al principio no supe entender lo que me estaba diciendo. Mi madre era una sombra, un vacío, una ausencia; un rostro desvaído en la época más vulnerable de mi infancia, un cadáver tendido en la cuneta, un hoyo abierto en la tierra reseca, la mano apretada de la abuela para protegerme, para protegerse. Una evidencia que prefería seguir ignorando. Él giró la cabeza hacia mí con lentitud de fiera y me dedicó una mirada en la que me pareció detectar un último destello victorioso.

Entonces lo dijo. "Tuve que hacerlo", dijo, "no fue nada personal; ella pretendía abandonar la banda, nos traicionaba". Se pasó una mano por la boca, como si estuviera muy sediento. "No tuve más remedio", añadió, "aunque muchos no lo vieron así". Después guardó silencio. En la habitación solo se oía el goteo monocorde del suero entrando en su torrente sanguíneo. Pero dentro de mi cabeza retumbaba una voz, una voz que gritaba la respuesta a todas las preguntas hasta entonces susurradas en sordina; una voz que evaluaba el recuento de todas mis pérdidas, que contaba cadáveres y los cargaba en el saldo deudor de mi padre. Y de un golpe regresaba el dolor, y el coraje y el daño y la sangre, la sangre que bombeaba en mis sienes y se iba volviendo rabia, y los latidos de mi corazón, marcando el compás como balazos implacables y, muy adentro, algo hervía y se condensaba y pugnaba por salir, por reventar, por arrasarlo todo.

Lo demás también fue un desenlace. Una conclusión natural. El final de un horadamiento silencioso. Resultó muy fácil privar a mi padre de los fármacos que aún lo mantenían tenuemente ligado a la vida, interrumpir el suministro purificador que precisaba a diario su sangre emponzoñada.

Tan fácil como apretar un gatillo o accionar un detonador. No me hizo falta comprobar el tacto helado de los huesos bajo su piel, bastó encarar la mueca desencajada de sus facciones, congelada en el último boqueo aterrado en busca de aire. Tenía los ojos abiertos y la mandíbula descolgada; un haz de hilos de saliva amarillenta le atravesaba los labios.

Ése era, ese había sido mi padre.

"Nada personal", decía él. Al contrario, todo, todo había sido personal en mi ajuste de cuentas. Aunque, en realidad -y sólo ahora se me revelaba- lo único que había hecho era procurarle el tiro de gracia: acortar el tormento de un hombre en su lecho terminal recordé el último destello de triunfo en su mirada apagada. No supe si aquello me hacía sentir mejor o peor. Qué más daba ya. Notaba a mi alrededor la consistencia turbia y pesada de la atmósfera de la habitación, que hedía a cadáver. Me acerqué a la ventana, la abrí, y el aire puro entró a raudales, imparable, como un huracán.

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