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Relatos de estío

¡Cierra los ojos y vuela!

Primer premio del IV Certamen de relatos familiares "David Varela" de Turón

A todas esas personas que como algunos de mis familiares deseaban volar en una época en la que la ley mandaba llevar las alas cortas por estética

En tiempos de hambre, érase una vez, o hace mucho tiempo, serían buenas palabras para comenzar un relato de este tipo, pero hay un pequeño problema, tan solo un apunte, esto no es un relato que se hace por encargo, no es una tarea de clase, es la historia de cómo una joven de Turón crece e intenta formarse como persona, a pesar de las adversidades de la época; (el año treinta y nueve) consigue escribirse una historia. Historias que tienen las niñas del carbón, las que crecieron viendo un río negro, con el ruido de las sirenas de la mina como banda sonora de unos dibujos animados, que no eran más que los árboles del valle que permanecían impasibles a pesar de las sacudidas del viento de las mañanas. Mañanas de viento feroz y niebla, idénticas a la mañana en la que esta historia comenzó a narrarse. Una mañana en la que una niña confundió una ardilla con un lobezno y emprendió, asustada, una carrera que empezaría en Villandio y terminaría en Carcarosa, porque aterrada quería escapar del lobo, si había un lobezno, cerca estaría la madre, ¿no?, pues cosas como esta, que nos parecen imposibles que hayan sucedido, debido a lo ingenua que tiene que ser una persona para que algo así le suceda, son los ladrillos de las paredes de esta historia.

Algunas de estas líneas revelan verdades vividas por muchas mujeres, amordazadas por el tiempo, sin más público que una taza de chocolate espeso y algún nieto que las intenta escuchar, sin llegarse a imaginar lo que las amantes del carbón han vivido. No son pocas, y todas ellas tienen historias muy parecidas a la mía, e inmensamente tan distintas al mismo tiempo, que sé, sin duda, que ninguno de vosotros, ni yo misma, podemos imaginar las cosas que han llegado a vivir. En este trozo de papel, en esta huella de voz, podéis viajar a un Turón fatigado por el hambre y el polvo negro. Podéis viajar a un pedazo de alma anónima, a la esquina mejor doblada de una mente llena de pliegues, podéis viajar a una infancia, al tiempo que no está sujeto a ningún nombre ni a ningún lugar concreto de este valle.

La niebla bajaba por las laderas como solía hacer cada mañana, tras un cristal torpe que poco guardaba del frío. Yo intentaba divisar la cumbre del Picu les Narices, tarea imposible. A lo lejos una voz risueña pero firme, llamaba mi nombre, era mi madre, la buena mujer que me trajo a este mundo y que me dio la vida, la que sembró un ama de casa, una obediente esposa y muy a su pesar, recogió una rebelde poeta que escribe a la luz de un candil. Yo apenas tenía 11 años y ya colaboraba en todas las tareas de casa, mi madre quería que fuera a lavar la ropa y yo como solía hacer, obedecí. Eran épocas de frío y de grandes heladas, heladas que no tienen nada que ver con lo que de un tiempo acá habéis vivido, yo os hablo de carámbanos de hielo tan largos como hombre, que parecían apuntalar los tejados y canalones de las casas de los pueblos. Carámbanos de un cristal pulido como si de una gema de reina se tratara, nada me fascinaba más que romperlos y ver cómo el hielo noble, en un breve instante, quedaba reducido a pequeños trozos, que mi madre me hacía recoger y descongelar en un barreño cerca de la cocina de carbón, para luego usar como agua destinada a infinidad de cosas, como bañarnos, lavar, cocinar... Mi padre solía decir que no hay agua tal, como la que se obtiene de la nieve fundida, solía decir también, que la nieve blanca está destinada a fundirse bajo el sol de la primavera, para que la vida pueda seguir su curso.

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