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Fernando Delgado

Maruja la de Grandiella

La pasada semana nos dejó Maruja la de Grandiella. Los medios de comunicación recogen generalmente panegíricos dedicados a personas fallecidas conocidas que han destacado en la vida social, cultural, política o económica. Sin embargo, en muy pocas ocasiones aparecen reseñas sobre los anónimos ciudadanos que habitan en la mayoría de nuestros pueblos, quienes han trabajado toda su vida en silencio y con mucho esfuerzo contribuyendo a crear la verdadera intrahistoria, como diría Miguel de Unamuno, de nuestra región, es decir, todo aquello que ocurre pero que no publican los periódicos.

El caso de María Muñiz Fernández, "Maruja la de Grandiella", en Riosa, fallecida a la edad de 90 años, puede ser uno de esos fieles ejemplos de mujer trabajadora que se sacrificó toda su vida desde niña, como otras tantas del mundo rural asturiano, para salir adelante en unos tiempos pretéritos muy duros en los que abundaba la escasez y en los que no disponían de medios para estudiar pero sin embargo se licenciaron y doctoraron en la universidad de la vida con sobresaliente cum laude a base del esfuerzo que desarrollaron con sus brazos y que forjaron su personalidad. Gentes humildes, trabajadoras y honestas que se han esforzado para inculcar a sus familias estos valores que, desgraciadamente, cada vez abundan menos en nuestra vertiginosa sociedad actual en la que prima la ley de obtener el mayor beneficio con el mínimo esfuerzo.

En el pueblo de Grandiella, ubicado en la ladera riosana del ahora archiconocido Angliru, la mayoría de sus vecinos vivían de la agricultura y ganadería que luego compatibilizaban con el trabajo en las minas de carbón, primero de montaña y más tarde, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, en el Pozo Montsacro de Hunosa ahora ya cerrado. Como en casi todos los pueblos y aldeas de Asturias había un bar tienda de los que ya han pasado a la historia al no sobrevivir ante la pérdida de población y al empuje del nuevo consumo en las grandes superficies y centros comerciales.

Maruja nunca pudo imaginar que, encima de su casa, en el puerto del Aramo al que se subía el ganado por caminos intransitables se convirtiese algún día, tras la construcción de la carretera, en punto de peregrinación para miles de foráneos que quieren conocer las duras rampas de la Cueña les Cabres o Cobayos por la que ascienden los ciclistas de la Vuelta a España.

Nacida en Grandiella en 1925, era la penúltima de nueve hermanos todos ellos ya fallecidos. Allí pasó su infancia, juventud, madurez y vejez. No conoció la cultura del ocio sino la del trabajo constante sin tiempo para divertirse. Atender el ganado, hacer la matanza, trabajar las huertas, ir a la hierba a los empinados prados de las laderas del Aramo y sacar adelante su familia, fueron las principales y únicas dedicaciones y tareas de esta mujer que cuando se celebraban en su pueblo las fiestas de San Pedro, a finales de junio, se esforzaba en que todos sus invitados, incluidos los músicos que se repartían entonces en las diferentes casas del pueblo, marchasen con sus estómagos bien nutridos para toda la semana. La copiosa comida se encadenaba con la cena en una amena sobremesa de largas e interesantes tertulias en la que sus amistades y familiares narraban historias de su día a día que hoy nos parecerían increíbles.

La generación de Maruja se esforzó con sus brazos para conseguir un futuro mejor para los que venían detrás y no vivieran las penurias que ellos pasaron. Unos auténticos héroes anónimos y trabajadores silenciosos que han contribuido a escribir la verdadera intrahistoria de nuestros pueblos. Vaya desde aquí mi homenaje póstumo a Maruja y en su nombre a todas aquellas personas del mundo rural asturiano que como ella han sido referencia de una generación que nos abandona también en silencio pero que dejará huella y nos abrió el camino para todos aquellos que tuvimos las oportunidades que a ellos les faltaron. Descanse en paz.

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