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Dando la lata

Ni siquiera eso

Me veo conduciendo entre Saldaña y Palencia cuando en la radio se interrumpió la programación para anunciar que Miguel Ángel Blanco había sido herido de muerte. Y recuerdo perfectamente el frío que me recorrió por dentro, a pesar de ser un caluroso día de verano. Y no pude evitar llorar. Veinte años después lo que siento es una infinita tristeza. Dejo a un lado a los cientos de miles de ciudadanos con DNI español para los que Miguel Ángel Blanco no merecía vivir, por españolista, por facha, por esbirro de las fuerzas invasoras. Soy consciente de la existencia de un sector considerable que entiende que los terroristas son soldados en lucha por la liberación del pueblo oprimido, y los asesinados, el enemigo, objetivos a los que había que eliminar. Poco o nada puede hacerse para, por la de buenas, sacar de su error al que tiene semejantes ideas metidas en la cabeza. Lo que me entristece profundamente es que los que supuestamente tenemos claro quiénes son los asesinos y quiénes las víctimas, la "gente de bien", no seamos capaces de unirnos en una manifestación colectiva de respeto y recuerdo con ocasión del vigésimo aniversario del asesinato del concejal de Érmua.

Por una parte, unos hacen cuanto pueden para chupar cámara, ocupar los primeros bancos, monopolizar el duelo. Son el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el entierro. Y se hacen notar hasta la arcada. Y, mientras tanto, los otros remolonean y exhiben la escalofriante tibieza del que en el fondo de su corazón no puede evitar sentir que el asesinado "no era uno de los nuestros", motivo por el cual no resulta conveniente colaborar en la exaltación de su figura como icono de las víctimas del terrorismo. Una vez más, los dos bandos tensando la cuerda, desatando sus respectivos aparatos de manipulación sin importar que haya muertos, viudas y huérfanos de por medio. Qué repugnante alarde conjunto de falta de humanidad. Qué manera tan burda de ensuciar la memoria. Ni siquiera respetamos a los muertos. A todos nuestros muertos. Gritos, silbidos y abucheos donde sólo debería imperar el recogimiento. Desprecio, desaires y provocación donde únicamente hay lugar para la dignidad. País de infames.

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