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Velando el fuego

Políticas culturales

La escasa presencia en los presupuestos de las partidas destinadas a las "industrias creativas"

A medida que cada año se acerca el 23 de abril -fecha en la que fallecieron en 1616 tres luminarias de la literatura: Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el inca Garcilaso de la Vega- comienza a notarse una gran actividad en torno a ese homenaje al libro como un eslabón fundamental en el desarrollo humano. Pues leer no es solo un ejercicio de divertimento, sino meditar y proveerse de argumentos con los que atravesar en mejores condiciones por esta llanura árida e inhóspita las más de las veces a la que fuimos arrojados. (Los existencialistas dirían que sin posibilidad de elegir).

De modo que durante los días previos, y alcanzando su culmen el 23, el mundo se llena de homenajes que festejan con entusiasmo a este o a este otro autor; de recomendaciones de libros imprescindibles (como es lógico, cada cual tiene su propia cartografía cuando de gustos de trata); de lecturas colectivas; de espectáculos que intentan por todos los medios acercar textos canónicos y populares a los ojos de los niños; de todo tipo de laudatorios y ditirambos a los faros de la imaginación.

Sin embargo, por debajo de ese coro de aplausos y unanimidades, y más allá de la buena voluntad con la que las personas participamos de esa efeméride, existe una realidad bien distinta, en la que la preocupación por el libro, o lo que es lo mismo, por la cultura, no tiene ningún reflejo positivo en nuestro país. Baste con fijarse en la visión general del sector, en donde las políticas públicas culturales y de cooperación, la remuneración justa de los creadores, la proyección exterior de las pyme culturales o los intercambios han sufrido un acusado descenso.

Todo lo cual alcanza ya una dimensión más que preocupante cuando nos referimos al I+D, esa gran asignatura pendiente que podría cambiar la historia económica y productiva de este país -con su lógica incidencia en la cartografía cultural-, y que no es sino el fiel reflejo de un gobierno a quien le interesa más atacar al Estado del bienestar que preocuparse por la vida de tantas personas que dependen precisamente de esa fundamental inversión: En 2015 solo se gastó la mitad de lo presupuestado; en 2016 un tercio y en 2017 de nuevo un tercio. "Mala suerte, científicos", es lo que viene a decirles este Gobierno utilizando un eufemismo que sirva para disimular la crueldad con la que tratan este tema.

Pero también del Gobierno central abajo siguen cociendo habas. Las instituciones autonómicas y locales no muestran, por cierto, una gran preocupación -siempre hay excepciones, como es lógico-, visto el escaso reconocimiento, en la mayor parte de los casos, de que gozan las políticas culturales en los presupuestos. Seducidos por la alquimia del hormigón, proyectar grandes obras y equipamientos se llevan la palma a la hora de elegir prioridades, sin darse cuenta de que invertir en cultura: hacer de la diversidad su mejor activo, es también una herramienta rentable. Bastaría con analizar un documento de la Unesco en el que se demuestra de una manera inequívoca que "invertir en las industrias creativas es una empresa rentable".

Pero, sobre todo, los beneficios sociales que se generan caminan siempre en la dirección de una sociedad mejor. No en balde, cualquier democracia que se precie, necesita de ciudadanos cultos (no en el sentido mastodóntico del término, sino capaces de desarrollar pensamientos propios y críticos frente al poder).

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