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Mirar afuera

La capacidad de las metáforas para colonizar el lenguaje

El crítico Denis Donoghue analiza la principal de las figuras literarias

Las metáforas están por todas partes, señala Colin Burrow, profesor de la Universidad de Oxford, en su instructiva reseña de la reciente monografía que el crítico literario Denis Donoghue dedica a este concepto fundamental, Metaphor [La metáfora] (Harvard, 2014). En su recensión, publicada en el London Review of Books la pasada primavera, Burrow analiza cómo la metáfora llegó a convertirse en la reina de las figuras retóricas, siendo reconocida por una gran mayoría de hablantes y destacándose por su presencia habitual en el lenguaje cotidiano, ya sea en forma de creaciones originales o de metáforas "muertas" (denominación precisamente metafórica).

Aristóteles decía en su Poética -nos recuerda Burrow- que la capacidad de crear metáforas era "indicio de talentos naturales, pues saber emplear bien la metáfora implica discernir similitudes" [to to homoion theorein]. El uso que le da el filósofo griego al vocablo theorein invita a la reflexión: este verbo puede significar simplemente "ver cosas", pero también es la raíz de la palabra "teoría" y puede indicar algo como "mirar desde cierta distancia para analizar". El acto de inventar una metáfora parece presentar cierta analogía con los procesos de abstracción que nos permiten pensar y utilizar el lenguaje. En su Institutio Oratoria, el manual de retórica más completo que nos dejó la antigüedad clásica, Quintiliano considera a la metáfora la primera de entre todos los entonces denominados "tropos", o figuras retóricas que cambian el sentido propio de una palabra o expresión por otro. Para el retórico hispanorromano, la metáfora desempeña dos funciones: permite a un orador utilizar un vocablo más inesperado en un contexto donde otro era más predecible, y contribuye a proporcionar un término a algo que todavía no cuenta con uno específico.

Esta segunda función, opina Burrow, dota a la metáfora de gran poder. En las especulaciones sobre el origen del lenguaje (especialmente comunes a partir del siglo XVIII), la metáfora a menudo ocupaba un lugar central. Se daba por sentado que los pueblos primitivos empezaron llamando "al pan, pan y al vino, vino" y que poco a poco las palabras fueron acomodándose a nuevas experiencias. Así, se llegó a considerar que el lenguaje humano se expandió por medio de la metáfora. En Principios de ciencia nueva (1725), el filósofo napolitano Gianbattista Vico defendía que las principales figuras retóricas (que él reducía a cuatro: metáfora, metonimia, sinécdoque e ironía) se habían considerado creaciones ingeniosas de los escritores pero que en realidad eran modos de expresión necesarios en todas las naciones poéticas antiguas.

Explica Burrow que el hecho de que Shakespeare fuera tan excepcional en la creación de metáforas contribuyó al desarrollo de esta figura en la segunda mitad del siglo XVIII, época de gran idolatría por el bardo; a su vez, la creencia romántica de que el lenguaje metafórico era la más evidente manifestación de la capacidad de la mente para crear nuevos conceptos hizo mucho por la reputación del gran poeta y dramaturgo inglés. Para el padre de la crítica práctica o Nueva Critíca, el británico I.A. Richards, el cerebro era "un órgano conector" y la metáfora se consideraba la figura esencial para establecer conexiones entre entidades diferentes, al conectar todo entre sí de un modo organizado cognitivamente, algo que Richards -nos recuerda Burrow- equiparaba tanto con la excelencia poética como con una buena respuesta crítica a la misma.

La metáfora, continúa el autor de este artículo, recibió un nuevo impulso en el siglo XX con el desarrollo de la filosofía del lenguaje y de la teoría literaria. Pasó a verse como un aspecto del lenguaje, escurridizo pero fundamental, que indicaba que no siempre queremos decir lo que decimos, ni siquiera cuando pensamos que estamos hablando claro. El concepto de lenguaje "ordinario" o cotidiano no deja de ser él mismo metafórico, en opinión de Burrow, para quien la metáfora -que quizá haya triunfado porque la utilizamos sin parar- en sí misma también lo es, puesto que el verbo griego metapherein significa "trasladar" o, en latín, transferre, transferir.

Por su parte, Denis Donoghue ofrece en su libro, que Burrow considera sumamente informativo, una visión de la metáfora que hunde sus raíces en ese trasfondo histórico que nos presenta el autor de la reseña, quien también percibe un poso católico en el estudio del crítico irlandés. En su primer capítulo Donoghue describe su perplejidad ante las metáforas que hallaba en la liturgia latina y los himnos de Santo Tomás de Aquino cuando era monaguillo en la Irlanda de los años treinta. Intentaba, por ejemplo, comprender cómo la Virgen podía ser "una torre de marfil". Burrow cita, como ejemplo del tono sacramental que en su opinión recorre el libro de Donoghue, frases como: "la esencia de una metáfora es profética. Las metáforas se ofrecen a cambiar el mundo, transformando el sentido que uno tiene de él." Esa visión se corresponde con la que sostiene que "una metáfora es mejor cuanto más difiere el vehículo del tenor" (o el término imaginario del término real, respectivamente). Este es uno de los principales argumentos de Donaghue, señala Burrow, junto con la idea de que la metáfora "invoca cosas que se encuentran vergonzosamente alejadas". Pero el autor de la reseña disiente de esa opinión del estudioso irlandés: remontándose de nuevo a Aristóteles, recuerda que el filósofo por algo recalcaba lo fundamental que era para la metáfora la percepción de similitud: las metáforas felices -es decir, las que perduran- constituyen algo más que materializaciones de una disyunción. El proceso de vincular objetos o conceptos diferentes puede generar cierto grado de turbulencia léxica y conceptual, pero dicha turbulencia no es lo principal. Las famosas palabras de Hamlet "when we have shuffled off this mortal coil" ["una vez despojados de los mortales vínculos", como tradujo Vicente Molina Foix en 1989] no es que sirvan, explica Burrow, de equivalente de "cuando hayamos muerto" porque haya una gran disyunción entre tenor y vehículo, sino casi por todo lo contrario. Las múltiples metáforas que se esconden en esa frase inglesa (para la que Burrow brinda una extensa y detallada explicación) nos invitan a replantearnos lo que puede ser la muerte (evasión de responsabilidad, deshacerse de algo malo, encontrar algo nuevo que puede, o no, ser placentero), y lo hacen de un modo complicado; pero no atraen nuestra atención, insiste el investigador inglés, hacia la distancia entre vehículo y tenor.

La mayoría de las veces, no obstante, las metáforas que empleamos ya han sido creadas por otros pues estas figuras se adaptan fácilmente a nuevas ocasiones, y por eso se han convertido en parte integrante del lenguaje diario. Pero aquellas que se emplean tan a menudo que ya no las reconocemos como metáforas pueden volverse eufemismos, modos de disfrazar actos negativos, o indicios de prejuicios históricos enterrados que pueden seguir influyendo en nuestra conducta. El libro de Donoghue incluye un interesante capítulo -como lo califica Burrow- dedicado a esta cuestión. Para el autor del artículo, existen también razones para indagar en el origen de las metáforas con las que vivimos y por las que matamos, o preguntarnos hasta qué punto pueden influir en la forma como percibimos las relaciones entre los objetos y en cómo valoramos nuestras relaciones con los demás.

Para Burrow, el libro de Donoghue se caracteriza por una imparcialidad reflexiva: muestra escepticimo hacia lo que se ha escrito antes sobre este concepto sin insistir excesivamente en sus propios argumentos. El autor de la reseña ve ahí el eco de las discusiones que el crítico irlandés mantuvo con Paul de Man y Paul Ricoeur en la Universidad de Nueva York. Donoghue comparte raíces con muchos irlandeses que han ejercido una profunda influencia en la literatura en lengua inglesa desde finales del siglo XIX, influencia que se ha entrelazado con el desarrollo de la poesía y la crítica literaria a lo largo del siglo XX y en el actual. Su libro analiza detalladamente la obra de Yeats, Joyce o Seamus Heaney, y también la poesía de Ezra Pound o T.S. Eliot, para explicar por qué las imágenes y las metáforas han llegado a ocupar un lugar tan primordial en la poesía modernista y en la crítica del siglo XX.

Por su parte, Burrow concluye que la metáfora no es en sí misma el fin último de la poesía, sino un indicador de una capacidad mayor de relacionar percepciones a pequeña escala con un todo más grande.

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