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Lecturas

Una vida prestada

El entierro de Lucas, de Luis Díez Tejón

Cuando empieza la novela, Lucas es un hombre tranquilo, de escasas palabras, que acepta la vida como le viene, con sus rigores y sus regalos, ya que "de placer y de dolor le parecía a Diógenes Laercio que no se libra ningún ser viviente". Pero quiso el azar que Lucas pareciera haberse muerto y que una lluvia torrencial interrumpiese su entierro, momento a partir del cual el personaje se ve abocado a una existencia invisible, a una peregrinación absurda entre los vivos de su pueblo e, ineludiblemente, a la reflexión filosófica.

Registrado como difunto y sin documento nacional de identidad, Lucas no tiene derecho a su casa ni a sus tierras ni a su cuenta bancaria. Sus vecinos rehúsan siquiera mirarle de frente. Y si todos te ignoran, si nadie te ve, si nadie te escucha, dudas de tu propia existencia. "Si no hay oídos que lo registren ¿existe el sonido?". "¿Basta con la propia existencia para existir?". Pues no, Lucas experimenta que "existir solo para uno no es existir". Pero, aún así, él sabe que no está muerto, si acaso, está en otra dimensión.

Díez Tejón escribió un cuento triste, con un gran componente de realidad cotidiana, pero no trágico. Por eso, Lucas del Toro, que ya había iniciado su andadura con un nombre prestado que le había elegido la monja del hospicio, el nombre del evangelista y su símbolo particular, sigue adelante con su no vida, con su vida prestada, ayudado por otro personaje invisible también para la sociedad: la prostituta del pueblo, la única persona que se atreve a reconocerle, junto con Justino, que es el alma cándida del lugar.

Olga, la prostituta, curtida en invisibilidad social desde la adolescencia, guía a Lucas a través de los entresijos del día a día y de los procedimientos administrativos, hasta restaurarle su condición humana. Olga se basa en dos principios básicos para su supervivencia, que "hay vidas que no admiten recuerdos" y que, en todo caso, "el árbol de la añoranza tiene las ramas débiles y sus frutos son estériles"; por lo tanto, sólo nos salva mirar hacia delante.

La novela no tiene solamente un argumento interesante, sino que el proceso de su lectura constituye un verdadero placer. Díez Tejón dirige admirablemente el ritmo de la narración, de tal manera que la curiosidad no nos impide nunca disfrutar de cada frase, de cada párrafo y de cada situación. La descripción del paisaje y del ambiente del pueblo tiene calidad cinematográfica y nos transporta a la experiencia física que percibe Lucas, ayudándonos así a comprender con mayor nitidez sus cuitas circunstanciales.

Los personajes secundarios son dignos de una novela costumbrista y subrayan el punto de nostalgia que pervive a lo largo de la narración, en la que percibimos una atmósfera dramática generalizada, pero atenuada por la indiferencia amable ante la vida de las colegas de Olga, de sus clientes, e incluso del propio Zaqueo, el heredero hasta entonces desconocido de Lucas. Pero el mejor retrato literario es el de Doña Virtudes, el ama de la pensión en que aquel se refugia; Doña Virtudes, con sus piernas enfermas y la vista "que solo por costumbre podía seguir llamándose así", mima a su ya único huésped con magdalenas duras como piedras, ensalada aliñada con gaseosa y sopa aderezada con azúcar.

La intertextualidad literaria también está presente, de manera discreta pero fundamental. Olga hace un guiño a las redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz para que entendamos el comportamiento en sociedad de sus clientes, y no podemos dejar de pensar en El difunto Matías Pascal (1904), novela de Luigi Pirandello, mientras acompañamos a Lucas en su devenir vital como no difunto. Porque la novela de Díez Tejón podría finalizar con las mismas palabras de la de Pirandello, complacida en haber dado a conocer "las inverosimilitudes reales de que es capaz la vida, incluso a través de esas novelas que, sin saberlo, la vida misma copia del arte".

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