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Con el fervor de la audiencia

Las obras del periodo isabelino tienen un marcado carácter doméstico frente a las jacobinas, su salto a la universalidad

La irrupción de William Shakespeare en la escena isabelina de los 1590 fue acogida con un fervor por parte de las audiencias londinenses directamente proporcional al recelo por parte de los escritores del momento. En 1592, uno de los más reconocidos, Robert Greene, no duda en referirse a Shakespeare como un advenedizo, un cuervo embellecido con plumas prestadas, un corazón de tigre bajo la apariencia de actor, y de una calidad artística muy inferior a la del ya asentado grupo de poetas y dramaturgos del momento: Christopher Marlowe, Thomas Nashe, George Peele o Greene mismo. Pasada una generación, cuando en 1623 aparece el First Folio, otro de los grandes dramaturgos del momento, Ben Jonson, prologa las obras del de Stratford con versos que inexorablemente anticipaban la "bardolatría" que, iniciada en la época romántica, hoy en día nos lleva a celebrar el cuarto centenario de la muerte del que para muchos ha sido el mejor escritor de la historia, con permiso de cierto manco nacido en Alcalá y fenecido exactamente el mismo año que el vecino del río Avon. Jonson, quien al igual que Greene y su grupo, y al contrario que Shakespeare, era producto de la emergente universidad inglesa de la época, cayó rendido a las líneas escritas por "el dulce cisne del Avon" e inmortalizó esta pasión refiriéndose a él en términos tales como "alma de esta época", "maravilla de nuestra escena" o "estrella de los poetas", vaticinando así su metamorfosis en la más influyente guía para las generaciones futuras.

Sin lugar a dudas, este cambio en la percepción de la obra de Shakespeare se fraguó en los últimos años de su estancia londinense, durante la primera década del siglo XVII. Ya con Jacobo I en el trono, y sobre todo gracias a las cuatro grandes tragedias que jalonan su carrera como dramaturgo, Shakespeare deja sentadas las bases que lo convertirán en el icono literario y cultural que hoy conocemos y celebramos. Sin embargo, los años que coincidió con el final del mandato de Isabel I, justo los que siguieron a la victoria sobre la Gran Armada enviada por Felipe II, fueron los que sirvieron para poner los cimientos de su importancia, no solo en el ámbito de la escena teatral, sino también en el de la escena política. Estos fueron los años de las grandes comedias (La fierecilla domada, El sueño de una noche de verano, El Mercader de Venecia, Mucho ruido y pocas nueces), divertimentos en los que se comenzaba a vislumbrar un ambiente de optimismo restaurador que habría de definir la esencia del carácter inglés; pero, sobre todo, este es el período de los irrepetibles dramas históricos, nueve de los diez que llegó a poner en escena a lo largo de su carrera.

En un momento en el que una ya agonizante dinastía, los Tudor, parece rebelarse ante la inminente desaparición de una reina que no va a dejar descendencia pero que, a pesar de ello, acaba de llevar a su pueblo a gozar de una relevancia inédita en el contexto de la política internacional, las history plays de William Shakespeare emergen como un exitoso intento de legitimar todo un siglo de reinados, el comprendido entre Enrique VII y su nieta Isabel. Las peripecias pseudo-históricas de Juan sin Tierra, Ricardo II, los Enriques IV, V y VI, así como las del gran villano Ricardo III, permiten al dramaturgo inglés y a sus audiencias indagar en los entresijos del poder dinástico a la vez que traza las líneas maestras de la alta política que habrían de llevar a la nueva nación inglesa hasta altísimas cotas de poder alcanzadas ya desde mediado el siglo XVII. El Shakespeare isabelino, aunque creador de algunos de los personajes literarios más celebrados (Shylock, Falstaff, Katherine o Romeo y Julieta) fue más bien un trabajador de lo local, de lo nacional, de lo dinástico y doméstico; para el jacobino quedó dar el paso hacia lo transcendente y universal.

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