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De cabeza

La alegría

Consecuencias de la victoria ante el Mirandés

La alegría viene, la felicidad hay que alcanzarla. Lo más complicado de la felicidad es que se piensa en ella como un ideal de vida o, como mínimo, un barbecho. La alegría es súbita, una escena inesperada. Si se la esperase y cumpliera con lo prometido, sería un encargo y no un premio. El fútbol es un atajo para estar alegres y un largo y tortuoso camino para ser felices. En la diferencia que hace el castellano entre "ser" y "estar" radica el origen de muchas de nuestras frustraciones. Asumir esa diferencia, es asumir que tu equipo "es" pero no siempre "está". El verbo "ser" es un verbo denso, pasado de peso y satisfecho. El verbo "estar" es ligero y con hambre atrasada; temeroso y vividor.

El Oviedo está en condiciones reales de subir a Primera División pero a veces cuesta saber quién es. Qué es, ya lo sabemos todos. Pero en su personificación es donde corre el riesgo de diluirse: ¿Es el jugador que celebra un gol como quien celebra una revancha? ¿El aficionado que ha puesto las pocas esperanzas que le quedan en que suceda un milagro? ¿No es el fútbol uno de los pocos ámbitos donde se habla de milagros en el sentido literal de la palabra, sin metáforas?

Ganar cuatro a uno al Mirandés no es un milagro. Es una pequeña alegría. De esas que, como afirmaba el añorado Vázquez Montalbán, no te arreglan la existencia pero te solucionan la tarde o, con un poco de suerte, un par de días.

Ojalá la felicidad, como la venganza, fuera un plato que se come frío. Si fuese así, estaríamos despreocupados por el hoy, sea el que sea. Sin embargo, lo habitual es que la felicidad se guarde con celo en recónditos lugares. Los objetivos para aspirar a la felicidad pueden variar: los altera el azar y las circunstancias. El pasado verano era asentarse en Segunda División y ahora es quemar etapas lo más rápido posible. ¿No corre más peligro de indigestarse quien come a velocidades? Sé que por pedir la luna no pasa nada y yo quiero ver de nuevo al Oviedo en Primera. Pero hoy me conformo con las microalegrías, con pequeños detalles como el primer trago de cerveza que diría el francés. Se pueden hallar en una jugada concreta; en la actuación de un futbolista; en la consecución de un gol... Una microalegría fue ver el sábado pasado a Toché multiplicarse por el campo: como un efecto especial de Valerio Lazarov o un multi retrato de Andy Warhol. O quizás la suerte de Toché fue recibir el aliento de Isidro Lángara, de quien el pasado quince de mayo se cumplieron los años de su nacimiento. Y por fin un jugador de su relevancia tiene la calle que se merecía ya desde hace tiempo. Yo veo los partidos desde la tribuna Lángara: un alivio y un honor. Honramos poco a las figuras caídas. Lángara le marcó dos goles a Alemania en Colonia ante ochenta mil espectadores, entre los que se incluía el mismísimo Hitler. El delantero oviedista aplacó durante un rato los humos y los delirios de las esvásticas que ondeaban en el estadio: una alegría que en nuestra memoria se convierte en felicidad.

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