En la antigua Olimpia, donde un día estuvo el templo de Zeus que guardaba la gran estatua del dios obra de Fidias, todavía es posible ver los cimientos de la palestra, el lugar donde entrenaban los atletas, entre otros muchos restos que piden un poquito de imaginación por parte del visitante y, a ser posible, un ejemplar de la obra de Pausanias en el bolsillo. Pero en Olimpia, sobre todo, hay muchos y preciosos fragmentos de columnas, esculturas y metopas a la sombra de los pinos o anclados bajo el implacable sol de Grecia que esperan la oportunidad, que puede que nunca llegue, para ser catalogados, resituados o incluso exhibidos en el Museo de Olimpia junto al "Hermes" de Praxíteles. Esos fragmentos que ahora sirven de improvisado asiento o como mesa auxiliar para los turistas se parecen mucho a todos esos atletas que quedan esparcidos por el estadio olímpico de Río de Janeiro cuando terminan las pruebas. Las cámaras se centran sobre todo en el campeón, algo menos en la medalla de plata y bastante menos en la medalla de bronce, y todos los demás participantes se reparten por la pista como si fueran capiteles rotos o columnas sin nada que sostener. Pero del mismo modo que la distancia que separa a un capitel derribado en Olimpia de un orgulloso capitel que los turistas fotografiamos con mimo es muy pequeña, el tiempo que separa a un atleta derribado en la pista por la derrota de un atleta victorioso envuelto en la bandera de su país es muchas veces tan pequeño que es inevitable concluir, como en la "Antígona" de Sófocles, que los atletas viven sobre el cortante filo de la fortuna.

En la final de los 400 metros femeninos, la atleta de Bahamas Shaune Miller, agotada por el esfuerzo y agobiada por la estadounidense Allyson Felix, tropieza o cae derribada por la fortuna, y esa caída hace que gane la medalla de oro. Las siete centésimas que separaron a Miller de Felix fueron resultado de un pequeño tropiezo de la bahameña que supuso un gran paso para ganar la medalla de oro. En la final de salto con pértiga, el ambiente en el estadio contribuyó de forma decisiva a la victoria del brasileño Thiago Braz, que derrotó al gran favorito, el francés Renaud Lavillenie, porque saltó más que él y también porque el público abucheó al francés con la misma fuerza con que la afición brasileña silva en Maracaná a los rivales de su selección de fútbol. ¿Habría ganado Braz la medalla de oro si los Juegos Olímpicos se celebraran en París? Probablemente, no. La distancia entre Braz y Lavillenie es tan pequeña como la que separa la sombra de un pino en Olimpia del Museo donde se exhiben los tesoros rescatados del olvido. Así es el cortante filo de la fortuna. Haría falta un nuevo Heródoto que, como el padre de la Historia nacido en Halicarnaso, evitara que las grandes y maravillosas gestas tanto de helenos como de bárbaros caigan en el olvido. Las gestas de Shaune Miller y Thiago Braz ya tienen quien las escriba, pero necesitamos a un Heródoto que impida que las gestas de los capiteles rotos caigan en el olvido. De acuerdo, no todos los restos de la vieja Olimpia pueden estar en el Museo ni, mucho menos, compartir sala climatizada con la estatua de Hermes salida del genio absoluto de Praxíteles, pero no es justo que tantos preciosos capiteles se hayan convertido en bancos, mesas, atalayas o soportes de cámaras. No es justo que Felix o Lavillenie sólo sean capiteles rotos después de un tropiezo que fue de oro y de unos abucheos que significaron una plata.

Un Heródoto de los capiteles rotos contra el cortante filo de la fortuna. Nada más. Nada menos.