No pintaba bien la cosa, hay que reconocerlo. Uno, que había recibido otro alta más esa misma mañana (eso es bueno) llegaba a casa justo a tiempo para descubrir que su tele, la de ver el fútbol, se había ido para siempre (eso es malo). Mi tragedia electrónica, unida a la inercia de un equipo de capa caída, hacían presagiar, que la del viernes, no sería una tarde sencilla.

Los peores augurios no se hicieron esperar. El Sporting, esta vez de blanco, se presentó en el Miniestadi con el mismo cartel de equipo muerto de las últimas semanas. La primera mitad fue desoladora y poco cabe decir de los segundos cuarenta y cinco minutos. Un equipo sin alma, sin ideas, sin plan, sin fútbol. El propio Paco Herrera, que una semana antes había zanjado sin miramientos el planteamiento de cualquier estado de alarma o crisis, se vio abocado a reconocer las carencias de su equipo. Y no es para menos. Los rojiblancos, pese a encontrarse enfrente con un equipo en edad prácticamente juvenil, atenazado por los nervios que les provocaba la racha de ocho encuentros sin ganar y lastrado por una pésima estadística en las segundas partes, no fue capaz de proponer fútbol en ningún momento, refugiándose en balones frontales y la búsqueda desesperada de cualquier jugada aislada que, por azares de este juego, pusiera el empate en el marcador. Pero no fue así. El tempranero gol de Álex Pérez no fue más que un espejismo, un oasis, semejante a cuando mi televisor, que en paz descanse, daba sus últimos chispazos antes de abandonarnos para siempre.

Mirando al futuro, y a expensas de saber si los del viernes fueron también los últimos coletazos de Herrera en el banquillo de El Molinón, no está de más echar una mirada no demasiado lejana al pasado. Hace un año, por estas fechas, cuando todos preparábamos los adornos navideños y yo todavía tenía televisión, la situación no era demasiado diferente. Las abultadas derrotas, más en lo referente al juego que a los resultados, ante Villarreal, Real Sociedad o Eibar -en Liga y Copa- llevaron a Abelardo a reconocer, abiertamente, su decepción consigo mismo por no haber conseguido dar con la tecla para el correcto funcionamiento de su plantilla. No han pasado doce meses para que, un descenso y dos entrenadores después, la escena se repita, algo lógico cuando el problema, más allá de jugadores, entrenadores, esquemas o tácticas, siga siendo el mismo que ha provocado que el mejor momento de la historia reciente del Real Sporting de Gijón durante los últimos veinticinco años haya venido ocasionado por una sanción de la Liga que le prohibió fichar y le obligó a reencontrarse, por castigo, que no por devoción, consigo mismo.

La parte buena, amigos, (Navidad aparte) es que la Segunda División, pese al bajón sportinguista, no ha cambiado tanto en este mes y medio. Sigue siendo el mismo maratón que permite que equipos como el Cádiz, que encadenó hasta ocho encuentros sin conocer la victoria, hoy sea el centro de todas las envidias tras un espectacular dieciocho de dieciocho.

Del Sporting depende que, dentro de un tiempo, hablemos de él como de aquel Cádiz resucitado en lugar de compararlo con el descorazonador televisor que no fue capaz de ofrecerle a su dueño una noche más de fútbol.