Todo llega. Por mucho que intentemos no pensar en ello, o autoengañarnos obviando ciertos detalles en nuestra cabeza, tarde o temprano siempre acaba pasando lo mismo. El final del verano, la adolescencia de tu hermana pequeña o el duro momento en el que el camarero te dice que la barra está a punto de cerrar son cosas de las que, lamentablemente, no podemos escapar. La derrota, en el mundo del deporte, es una de esas cosas.

Y es que la Segunda División no es precisamente un día de verano. La buena noticia para el Sporting es que, durante mucho tiempo, así lo pareció. Los últimos meses del equipo recordaban a aquellos interminables julio y agosto que vivíamos de pequeños. Daba igual el escenario, el rival, el nivel del equipo? era verano. Nada puede salir mal en verano.

En La Romareda, los rojiblancos descubrieron que su idilio particular con la categoría había terminado. Un inicio demasiado contemplativo condenó a los de Baraja a la primera derrota desde el frío mes de febrero. Concedieron demasiado en otro comienzo alejados del balón, fiando todo a una seguridad defensiva que en esta ocasión no tuvo el nivel suficiente para frenar el empuje de un Zaragoza que cabalgaba a lomos de las anchas espaldas de Borja Iglesias.

La gran segunda parte visitante, aunando algunos de los mejores tramos de juego de la temporada, no bastó para evitar el amargo retorno de la Mareona a casa.

El Sporting se ha encontrado de bruces con la adolescencia de su hermana pequeña. A partir de ya, tocará lidiar con una etapa de sobresaltos, idas, venidas y cambios bruscos de humor que nadie sabe dónde acabarán. La tranquilidad, la confianza en el trabajo realizado y mantener la cabeza fría parecen la fórmula más adecuada para afrontar esta alteración hormonal que supondrán las cuatro jornadas restantes. Nada mal estaría echar una mirada atrás hacia esos segundos cuarenta y cinco minutos del encuentro de ayer, tomando como guión a seguir el mando a través de la pelota, aún conscientes del recurso ganador que supone para este equipo su caparazón defensivo.

Alcanzar el equilibrio entre ambos escenarios se antoja básico a la hora de conseguir el objetivo final. Si Baraja es capaz de concienciar a sus hombres acerca de esa píldora de pausa y control necesaria durante los momentos de mayor acoso rival, desahogando así de responsabilidad a la -hasta ahora intachable- línea defensiva, El Molinón estará muy cerca de convertirse en una fiesta en la que, difícilmente, ningún camarero tendrá la valentía de acercarse a decir que la barra está a punto de cerrar.