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Alejandro Ortea

Barra libre

Toda hoja tiene su haz y su envés, como toda moneda tiene su cara y su cruz. Nuestros barrios del centro urbano, que se dicen peatonalizados, tienen la suerte de verse liberados del tránsito de vehículos, pero a cambio provocan molestias a sus vecinos, ya que la mayoría de los edificios no cuentan con estacionamientos propios, por lo que esas viviendas no son atractivas para personas con automóvil. También tienen el inconveniente muchos de ellos de verse convertidos en terrazas hosteleras, verdaderas prolongaciones de los bares que han ido sustituyendo al resto del pequeño comercio tradicional de esas calles. El resultado de todo ello es que no se incorporan a sus viviendas nuevos habitantes, quedando los viejos barrios del centro habitados en su mayoría por personas mayores u oficinas.

Nuestro pueblo no tiene la masa crítica suficiente para soportar tal cantidad de bares -la prueba está en la gran rotación de sus propietarios o inquilinos-, lo que indica una falta de planificación municipal a la hora de publicar normativas y otorgar licencias para locales y terrazas. El resultado es que barrios enteros se convierten en establecimientos hosteleros, vaciándose de vida real, de convivencia vecinal. Es una pena que esto suceda y que algunas de nuestras calles y plazoletas se hayan convertido en barras donde alterna el personal, salvo si llueve o hace frío, por muchas estufas e inventos caloríferos que los chigreros siembren por doquier.

Con la llegada del otoño, llega la época de mortandad de estas calles o barrios completos, salvo los fines de semana que los convierte en pistas etílicas donde las multitudes borrachas hacen de las suyas, otra de las lamentables características de la ya mencionada falta de cuidado de las autoridades locales que permiten las aperturas hasta horas intempestivas, fuera de toda norma, de muchos establecimientos de esparcimiento, añadiendo más presión a la caldera que hace inhabitables estas queridas zonas urbanas.

No parece tampoco que a las diversas oposiciones municipales les preocupen en demasía estas circunstancias, con lo que demuestran su desconocimiento de la organización de las tramas urbanas y la misma desidia en estos asuntos que despliegan los poderes edilicios foristas.

Gijón es ciudad contaminada no sólo atmosféricamente, sino también acústicamente. El ruido prolifera y ello no parece preocupar a ninguno de los concejales que tanto parecen preocuparse por otros asuntos, cuando el ruido es problema mayor que hace invivibles zonas enteras de la villa.

En algún momento dado, el ruido se convertirá en problema de moda y algún edil emergente lo exhibirá como eje de su preocupación pública y dará la vuelta la tortilla. Mientras tanto, los pocos habitantes de los barrios mártires tendrán que aguantar sus ruidos y vivir atacados por el tremendo barullo que provocan las barras al aire libre y los altavoces interiores de los bares.

Si la cosa se pone dura en aras de la tranquilidad y el derecho al descanso y a la ausencia de suciedad, llegarán los egoístas intereses gremiales de los que se dicen industriales de la hostelería para presionar a los poderes municipales que harán su particular cuanta de la vieja para convertir sus decisiones en posibles votos. Y cometerán el error que anteriores corporaciones llevan cometiendo desde siempre, puesto que, a la vista está, cada chigrero vota lo que le apetece independientemente de la mayor o menos permisividad consistorial.

Convertir las calles de nuestros barrios más vetustos en bares al aire libre es un asunto de ordenamiento urbanístico y de la convivencia, no un simple asunto de otorgamiento de permisos sobre metros de terraza autorizados. Y, a pesar de su enjundia, nadie se preocupa por ello.

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