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La torre de mi pueblo

Hubo una vez

En el cincuentenario del Concilio Vaticano II reclamo un recuerdo agradecido para el Santo Papa Juan XXIII, que lo convocó, y para el Papa Pablo VI, que supo guiarlo

Sería imperdonable si no le dedicara unas líneas a recordar y agradecer la celebración del concilio Vaticano II. Coincidió en el tiempo con mi estudio de la teología y llena y orienta toda mi vida sacerdotal. El martes día 8 es el cincuentenario de su clausura. Fueron cuatro años espléndidos de la vida de la Iglesia, 1962-1965, que tuvo repercusiones en la vida internacional. Fue sin duda el evento más importante de la segunda mitad del siglo XX. Si los medios de comunicación son notarios de la realidad, basta con ver la hemeroteca para constatar la vasta y diaria información que llenó los principales diarios, emisoras de radio e incluso los incipientes canales de TV donde podemos ver en una de aquellas cintas al Bueno del papa Juan XXIII entrando gozoso en las volandas de la silla gestatoria, saludando "urbi et orbi", sabiendo que inauguraba un ciclo nuevo en la Historia en el que iban a pasar muchas cosas. En la clausura, Pablo VI entrará a pie, como si después de aquellas 170 sesiones plenarias conciliares, movidas unas serenas otras, la iglesia bajara de los cielos a la tierra y quiere salir al encuentro de los hombres. Precisamente en la última los 2.391 obispos presentes aprobaban la Constitución sobre "la Iglesia y el mundo", la Gaudium et Spes, el primer documento magisterial de esta naturaleza.

Han transcurrido cincuenta años difíciles, de interminables discusiones sobre la interpretación de los 16 documentos (4 Constituciones, 9 Decretos y 3 Declaraciones) hasta caer algunos en el pesimismo de que aquellos objetivos planteados y clarificados en el Concilio se hubiesen aguado y diluido, con la frecuente tentación de volver la vista atrás como si se hubiese emprendido un camino equivocado. Dos han sido las causas que se señalan de la convulsión eclesial despertada: La primera que aquella minoría conciliar tan combativa, al final acabó ganando terreno, afilando sus armas ante los excesos e inconvenientes que inevitablemente levanta toda reforma. La segunda, la minusvaloración del mismo Concilio Vaticano II al calificarlo de "pastoral", en comparación con otros habidos en la historia, como el de Trento, de mayor calibre doctrinal. Lo previno el mismo Pablo VI, al alertar en el discurso de clausura que "tal vez nunca como en este Sínodo la Iglesia ha sentido la necesidad de conocer la sociedad que la rodea, de acercarse a ella, de comprenderla, de penetrar en ella, servirla y transmitirle el mensaje del Evangelio? La Iglesia ha dirigido realmente su atención hacia el hombre tal como se presenta actualmente, tal como vive?" Sorprende cómo en la Iglesia los frutos del Espíritu tardan tanto en granar y florecer ¿Es lo escabroso de la tierra o la poca destreza de los labradores? El mismo Hans Küng avanzó "que tardaríamos decenas de años en darnos cuenta cabal de la obra del Concilio". Queda como explicación consoladora el que marcó un hito, señalando el fin de una etapa y el comienzo de otra que no sabemos cómo va a ser y qué estructuras y andamiaje necesita. Pero tenemos que reconocer nuestro miedo, nuestro titubeo, nuestra falta de coraje. Con la riqueza del Concilio no es fácilmente explicable da situación espiritual actual de Europa.

Del Vaticano II me quedo con todo. Se disfruta leyendo su historia y los muchos diarios de los padres sinodales, de teólogos, peritos y observadores, donde nos cuentan de forma personal lo que fue aquella gozosa experiencia. Pero a lo hora de celebrar su cincuentenario y ver que su luz comienza a iluminar con más kilovatios y guiar el camino del futuro de la iglesia de la mano tenaz y austera del papa Francisco ("para esto me han elegido" responde a sus contradictores), le agradezco cuatro cosas: La nueva definición de la Iglesia que de "sociedad perfecta" e intocable pasa a verse como una comunión, "el Pueblo de Dios" y de autorreferencial a sentirse servidora de la humanidad o en imagen bergogliana del "hospital de campaña" dispuesta a curar con el bálsamo de la misericordia. La actitud de "aggiornamento" que fue su marca distintiva y que debe ser su talante permanente porque así conserva su fuerza creativa (ahora se echa de menos). El estar alerta para saber leer e interpretar los "signos de los tiempos" cada vez más aceleradamente cambiantes y nuevos, como acaba de hacer Francisco con la situación insostenible del cambio climático, la denuncia de la globalización de la pobreza y el fenómeno Lampedusa, o la necesidad de un nuevo estatuto social y eclesial para la mujer? por poner algunos ejemplos. Y añado por hoy, la actitud de colegialidad o sinodalidad. Una iglesia esparcida por el mundo entero, enraizada en todas las culturas, razas y pueblos necesita dialogo, confrontación, discernimiento, para poder inculturarse y que su mensaje sea entendido como de salvación y humanización de todos los hombres. No puede fiarse y encomendarse todo a la infalibilidad del papa. El reciente Sínodo de la Familia ha sido un claro ejemplo.

En este cincuentenario, reclamo un recuerdo agradecido al Santo papa Juan XXIII que lo convocó y lo inició y al Papa Pablo VI que supo guiarlo y llevarlo hasta el final y el reconocimiento de que la Iglesia cuando se deja llevar por el Espíritu, sin miedo, resplandece en su rostro la luz de Jesucristo y tiene credibilidad y fuerza para contribuir a lograr un mundo más humano y solidario.

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