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Cargo

Manolo el de El Sitio

Todas las urbes tienen su catálogo de próceres a los que rinden honores y que dan nombre a sus calles -aunque alguno, víctima de un golpe de Historia, quede luego condenado al ostracismo- pero lo que realmente da carácter a una ciudad es la suma de personas abnegadas y laboriosas que hacen su contribución a la vida colectiva con tal perfección rutinaria que parece que el tiempo queda suspendido en ellas y también el espacio benéfico que crean a su alrededor, hasta que súbitamente les toca irse. Lo hacen con idéntica discreción y viven ya en la memoria de quienes les quisieron pero también en tantos recuerdos felices que procuraron a las vidas de los demás. Es el caso de Manuel Menéndez, Manolo el del restaurante El Sitio, al que hace unos días, con 86 años, se le paró el corazón.

Como la historia de Manolo va indisolublemente unida a la de su esposa Luisa Arias, con la que compartió proyecto empresarial y vital, será la de los dos la que les cuente porque es la suma de ambas personalidades la que hizo del restaurante y hospedaje El Sitio, en Numa Gilhou, 30, un establecimiento hostelero de referencia en Gijón durante medio siglo; la prudente y metódica Luisa en los fogones, el enérgico y afable Manolo al frente del negocio.

De sus respectivas familias, en Bruelles y Pambley (Cangas del Narcea) ya les venía la vena comercial porque habían crecido en los bares tienda de sus padres y tíos, aquellos de horarios interminables, compra y partida, papel de estraza, pescado en salazón, especias a granel, las cuentas de cabeza y la libreta de fiar. A principios de los sesenta, ya casados y con un bebé -Manolín- arribaron a Gijón, tomaron en traspaso el restaurante El Sitio y emprendieron por fin el proyecto de los dos.

Luisa, al volante de su Seat 600, visitaba diariamente el Mercado del Sur y la antigua Pescadería para enseguida ponerse al frente de su cocina de carbón donde si ya era herejía el hornillo de gas, pueden imaginarse que nunca entró freidora, microondas, vitrocerámica o cualquier otro invento maligno. El caso es que ventriscas, calderetas de merluza, solomillos, menestras, bugres, angulas, flanes caseros salían de aquella cocina camino de la docena de mesas repartidas entre el comedor y el bar, donde los clientes siempre supieron esperar con paciencia lo que sabían que les llegaba acabado de hacer, con mano de madre en estado de gracia cocinera.

Era el sello de la casa y el boca oreja hizo el resto. Allí se iba a disfrutar y a quedar bien, a presumir de ciudad o, en general, de bondades de la tierra astur porque mucho reputado ovetense fue, sin pudores, a rendir pleitesía a la cocina de Luisa y al buen servir de Manolo, atento siempre a que no faltara nunca la mejor sidra de éste o aquel llagar.

Si las mesas de El Sitio hablasen, cuántas conversaciones de políticos, empresarios y otros poderes fácticos contarían. La legendaria discreción de Manolo ha blindado algún secretillo, sobre todo de esas reservas para hora tardía con el fin de que los comensales pudieran hablar con tranquilidad en ese tiempo perfecto para llegar a acuerdos, el del café con el estómago feliz.

Como El Sitio nunca quiso perder su atmósfera casera y la única reforma que permitió Manolo -en los setenta- fue la mínima y necesaria, acabó adquiriendo con los años un sabor vintage y llegado el cambio de siglo aquello ya era un delicioso viaje en el tiempo, intactos sus azulejos y vidrieras, apliques de forja, mueble de comedor y puerta art decó.

A Manolo y Luisa se les fue sumando su familia para llevar aquel negocio que incluía también hospedaje en las cuatro alturas del edificio. Así que, durante décadas, el patio de luces fue un permanente ir y venir de las mujeres de la casa, tendiendo sábanas, toallas y manteles, y por un tris no nace allí José Antonio, segundo hijo de la pareja. Él y su hermano mayor, por cierto, ayudaron religiosamente en el negocio familiar en fines de semana y fiestas de guardar, bajo la dirección del patriarca, Manolo, capataz incansable de todo aquel fragor y luego de la recogida en silencio y las cuentas al final del día.

Hasta que las fuerzas les acompañaron, tiraron de El Sitio. Y si cerró en 2012 al público, tras la puerta siguió estando vivo para ambos porque aunque residían en el piso superior del edifico, Manolo y Luisa bajaban a echar el día entre aquellas paredes, a cocinar en su cocina, a comer en su comedor. Manolo, decidido a vivir 102 años -como una de sus primas-, con la mente lúcida y el ánimo como el primer día, nunca dejó de tomar decisiones sobre el negocio, incluso cuando éste ya se había convertido en un refugio para dos viejos.

Desde hace una semana, queda Luisa, Manolo ya no está. Cincuenta años después, ya es memoria. Si pasan por Numa Gilhou, 30, El Sitio sigue allí, obstinado, paralizado en el tiempo. No pierdan la oportunidad de rendirle un pequeño tributo a quienes, tras aquella puerta, hicieron más grande nuestra ciudad. Se lo debemos.

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