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Escuela de orgullo

El protocolo contra las agresiones sexistas y el movimiento #MeToo

"Los maestros de tu hija serán fantásticos en ciencia y arte pero el orgullo tendrás que enseñárselo tú". Así se dirige la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie a una amiga que acaba de ser madre y se pregunta cómo educar a su pequeña en el feminismo. Adichie formula quince sugerencias y lo hace -confiesa- con cierta inseguridad de acertar pero apremiada por la "urgencia moral acerca de educar de otro modo a los hijos". Cierto, es urgente. Era para ayer.

El Consejo de la Mujer de Gijón ha creado el Protocolo contra las agresiones sexistas orientado a los establecimientos de ocio. Se dirige a las chicas, para que no toleren; también a los responsables hosteleros, para que identifiquen hasta el gesto de abuso más incipiente y se impliquen en ponerle freno. Por supuesto, a los chicos, para que no reproduzcan conductas; ninguna, no sólo aquellas que inequívocamente puedan reconocerse como agresiones.

En efecto, nos movemos entre el acto brutal y la violencia sutil, la de la palabra subida de tono, la insistencia, el roce sin permiso. Ambos extremos están conectados. Lo sabemos desde hace tiempo pero todavía estamos así, teniendo que entrenarnos para reconocerlo cuando lo tenemos delante. Y no lo digo en particular por nuestra ciudad, desde la cual se ha liderado mucha batalla por la igualdad sino, en general, por el mundo que se autodefine como civilizado, se escandaliza con el sometimiento de la mujer en terceros territorios pero se resiste correosamente a la tarea que aquí, en nuestras orgullosas democracias, sigue pendiente.

Aparentemente, de EEUU llegan vientos de cambio. Pero el gigante lo hace a esa manera suya marketiniana, inflamada de orgullo patrio, entre el duelo a la puerta del saloon y los focos del show bussiness. Pasando del negro al blanco sin escala de grises: de la impunidad rampante de los abusones a la muerte civil del señalado con una denuncia lanzada a Instagram. En un clic. Cuidado.

Con todo, hay que tomar lo bueno del terremoto a la americana: mujeres levantadas en bloque entendiendo que tienen que liderar un cambio que se han cansado de esperar y orgullosas por ello. Por eso fue un error el manifiesto de un grupo de creadoras francesas poniendo el foco en dilucidar la frontera de la galantería cuando estamos asistiendo a un movimiento que destapa la imponente trastienda de abusos sistemáticos a mujeres en la industria del cine, sabiendo que es la punta del iceberg de otros sectores. Catherine Deneuve lo entendió tarde y hasta las disculpas sonaron falsas.

A la vez, también sería un error retirar la estatua de Woody Allen de las calles de Oviedo, tal y como se reclama a raíz de las nuevas declaraciones públicas de la hija que le acusó de abusos. Fue juzgado y absuelto, hemos de asumirlo. Lo que cada uno y una piense para sí del director y lo que decida al respecto en sus hábitos de consumo cultural es otra cosa. Yo les confieso que respiré aliviada con la absolución de entonces, admiradora rendida de Allen. Hoy, escuchando a la mujer que reclama ser creída, me pregunto si fui cómplice de esa apisonadora que detesto, que arrolla a las víctimas culpabilizándolas, desacreditándolas, desactivándolas a base de robarles la autoestima y el orgullo.

Yo quisiera, como Chimamanda, entrenar a nuestras mujeres en orgullo. Para conservar la mirada clara, la mente lúcida, la voluntad de no tolerar, el compromiso sin fisuras con la igualdad. La cual es imposible, claro, sin la colaboración de todos. Pero hoy, como apostilló recientemente Robert Redford, "las mujeres deben levantar su voz y los hombres, escuchar".

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