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De vieyu, gaiteru (o informáticu)

La inevitable coexistencia de los profesionales de la hostelería con las críticas en la jungla de las redes sociales

El libro de reclamaciones se está quedando antiguo. Está al borde del desuso. La gente adopta ahora otras maneras de decir "aquí estoy yo", como se vio el otro día en un hotel de Santillana del Mar, cuando entró una pareja y la mujer soltó enseguida al recepcionista la amenaza que hoy tanto se lleva: "Nos dará usted la mejor habitación, ¿eh?, porque nosotros solemos dejar nuestras opiniones en internet".

El libro de reclamaciones, que evoca la hostelería de los tiempos de Fraga Iribarne al frente del Ministerio de Información y Turismo, es una útil herramienta que permite al cliente supuestamente agraviado dejar constancia de una protesta. Es un trámite cara a cara; una acción inmediata, escrita a mano y sin medias tintas. Un modo de enfadarse civilizadamente.

Lo que hoy se lleva, en cambio, es teclear por detrás, con gatillo fácil, en dominios como los de Tripadvisor, y eso es otro cantar. En la jungla de las redes sociales, las denuncias legítimas, las opiniones fundadas y las versiones honestas que dan los clientes están condenadas a mezclarse con los ataques caprichosos de protestones compulsivos, con las medias verdades (o con las mentiras, directamente), con la cobardía y la impunidad flagrante de los difamadores, que encuentran en el ciberespacio nichos desde donde poder hacer la puñeta amparándose en el anonimato.

Esta marejada coincide con el hecho de que cada vez hay más turistas (también entre los de segunda residencia) que nos llegan con la escopeta cargada y el estrés a flor de piel, siempre en guardia, recelosos y descalzonados, a menudo cabreados. A los chigreros más veteranos, que tienen "el culu peláu", como ellos mismos suelen decir, esto les está pillando un poco de sorpresa, por muy curados de espanto que estén. En este escenario tragicómico, y por pura cuestión de supervivencia, no les queda más remedio que coexistir con las nuevas tecnologías. ¡De vieyos, gaiteros (o informáticos)!, aunque sólo sea para ver cómo está el patio.

Tarde o temprano, los profesionales de restaurantes y hoteles, que están en una absoluta indefensión a este respecto, tienen que asomarse al saco sin fondo de determinadas webs, en las que suelen crujir mensajes que pretenden causar daño y hundir un negocio.

La casuística que genera todo esto es tan variopinta como infame, como se desprende de estos tres ejemplos: en un mensaje, alguien que no revela su identidad critica con muy mala leche una sidrería de Llanes, donde le habían puesto una ración muy escasa de pulpo, que además, según el firmante, estaba ya en mal estado, y resulta que ese establecimiento, en los años que lleva abierto, nunca ha incluido el pulpo en su carta. Otro internauta, que también oculta su nombre y apellidos, se queja de la poca cantidad de fritos de pixín que le habían servido al precio de diez euros, y cuelga una foto de la fritura de pescado esparcida por el plato pero cuando ya se había consumido parte de ella. Y en la página referida a otro establecimiento, un tercer comunicante anónimo se ceba, lo más delicadamente que puede, en la reputación de su propietaria, a la que había conocido ese mismo día: "Su oficio no es la restauración, sino el robo a mano armada. No le guardo rencor, porque no merece la pena. Hace ya mucho que asumí que en este mundo hay toda clase de mangantes. Ahora, eso sí, que en medicinas se lo gaste".

¿Qué necesidad de mortificarse tienen los chigreros con esta prosa de hiel? ¿Es necesario que la lean? Probablemente sí, pero relativizando siempre su alcance. Pepín Sánchez Inclán, el de La Gloria; Enrique Concha, el de La Puerta del Sol, o Pepe Alvar, el del Madison, por citar sólo a tres iconos de la época dorada del honrado, histórico y sufrido gremio de la hostelería llanisca, no le habrían dado ni pizca de importancia. Habrían seguido, simplemente, centrados en lo suyo y haciendo las cosas bien, que es lo que siempre supieron hacer.

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