La imagen de Aylan, el niño sirio en la playa turca de Bodrum, resultó más eficaz que si el fotógrafo corriese a atenderlo y lo resucitara. Ya, ya sé que estaba completamente ahogado; la barca naufragó cuando cruzaba el estrecho que separa Turquía de la isla griega de Lesbos y las olas repatriaron los cadáveres. Ahora todos somos los padres de Aylan Kurdi, aunque ningún padre se pondría a hacer fotos a su hijo si lo encontrara en semejantes condiciones; adoptamos al muerto pero no acogemos en nuestra casa a la familia de Aylan, a sirios, afganos, senegaleses ni a Dios que baje del Cielo. Nuestro acomodado instinto nos llama a rasgarnos las vestiduras virtuales e irnos después a bailar el xiringüelu, el xiringüelu y nada más. El Papa habla de globalización de la indiferencia cuando es globalización de la impostura. Nos conmociona Aylan y no movemos un dedo salvo para la foto, cuando está muerto.
La mar de Oviedo