Éste es el primer otoño que transcurre sin Juan Benito Argüelles sobre la tierra. El otoño es la estación más melancólica del año, la del recuerdo a los muertos. El mes de noviembre es, como se sabe, un "bendito mes, que empieza con Todos los Santos y acaba con San Andrés". No se si habrá santos laicos en el Cielo (habrá que preguntarle a un teólogo), pero Juan Benito era un santo a pesar de ser laico: el novelista Brice Echenique le llamaba "Juan Bendito" porque le invitaba a dar conferencias en Oviedo y le invitaba a alpiste.

Brice Echenique merece ser recordado más por sus dichos que por sus novelas, una de las cuales, cuyo título no recuerdo ahora, tiene un par de capítulos desarrollados en Oviedo. Se nota que el novelista peruano no se enteró de cómo es Oviedo, ni de dónde quedan las calles que menciona, aunque estuvo varias veces en la capital del Principado. Ángel González le trazó un mapa rudimentario. Decía cosas chistosas a veces y otras repetía tópicos bobalicones del tipo de que "escribía para que le quisieran". En cierta ocasión se encontraba entre un grupo de personas en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y alguien se presentó anunciando que llegaba Alvar (por entonces presidente de la Real Academia de la Lengua), a lo que Brice exclamó alborozado: "¡Eso, al bar, al bar!", y hubo que abrir el bar, donde sin duda se dijeron cosas más chispeantes que las solemnidades que solía decir Manuel Alvar.

La chispa de Juan Benito era de otro tipo: había descubierto a uno de Gijón en el infierno de "La Divina Comedia" y el plural-singular, que consiste en decir, por ejemplo: "¡Cuándo nos llevará el Señor!". A lo que Juan Benito apostillaba que el Señor se llevara a quien suspiraba porque se lo llevase, pero que dejara a los demás en paz. También era el inventor del pareado multiuso; por ejemplo: "El tabaco a la persona mucho bien le proporciona", que también servía para: "Maradona al Barcelona mucho bien le proporciona". De gran brillantez oral, era contundente en sus juicios sobre personas, hechos y hasta platos de fabada. Decía de un conocido que como amigo era un pelmazo pero que como enemigo era divertidísimo, o bien una vez que Manolo Lombardero le dijo que había encontrado por la calle a otro pelma: "¡Qué suerte tuviste!".

En el otoño lució mejor su talento, quiero decir, el otoño de la vida, que, como es sabido, se divide de manera parecida a las estaciones del año: la primavera de la niñez, el estío de la juventud, el otoño de la madurez, el invierno de la vejez, que también le llegó a Juan Benito, como llega a todos los que no tienen la desgracia de morir jóvenes. Lo recibió con humor y la tranquilidad propia de un estoico (en realidad, Juan Benito era un estoico, aunque él se creía epicúreo), No hace mucho, le vi cerca de su casa, ya en silla de ruedas. Le conducía el insustituible Eusebio. Su cabeza funcionaba como en los mejores tiempos, e incluso mejor que en los mejores tiempos. Le dije:

-Juan, ¡qué bien te veo!

Y él contestó con esa sonrisa hacia adentro, tan característica:

-¿No vas a verme bien, si yo estoy sentado y tú de pie?

Parecía un galán de cine otoñal, porque Juan Benito tenía el privilegio de parecerse a muchas personas, aunque sobre todos se parecía a Juan Benito. Entre sus parecidos se encontraba el actor cinematográfico francés Daniel Gélin. Cuando ya tuvo el pelo completamente blanco quiso parecerse a Rafael Alberti y compró una gorra hanseática como la del canciller alemán Helmut Schmitz. Al marchar a Palma de Mallorca como secretario de Camilo José Cela, el autor de "Viaje a la Alcarria" y de "La familia de Pascual Duarte" nunca le había visto ni en fotografía, por lo que fue al aeropuerto a buscarle y conforme bajaban los viajeros les preguntaba:

-¿Es usted Juan Benito?

Y cuando le llegó el turno a Juan Benito, Cela abrió los brazos y le preguntó:

-¡Caramba, Bódalo! ¿qué haces en Mallorca?.

Otoñal por su aspecto durante muchos años, Juan Benito no era nada otoñal en lo que se refiere al movimiento de las estaciones. José María Castroviejo, uno de los escritores que más sabía del otoño, afirmaba que no existe otoño de interior, Juan Benito era una especie urbana perfecta, que por su gusto nunca hubiera dejado de pisar el asfalto. A veces Lola conseguía llevarle a la hermosa casa que tenían en Valdediós, colgada sobre el valle y con un hórreo a la puerta. Pero Juan Benito no se sentía a gusto allí, echaba de menos París y Oviedo. Era un ovetense de pura cepa, pero como había nacido en la cantina de la Estación del Norte, siempre tuvo querencia a las cantinas de estación y a viajar. Era uno de los pocos cosmopolitas y no se daba la menor importancia. En cierta ocasión en que Eduardo Urculo se encontraba en París en situación apurada, dio la vuelta a una esquina y vio a Juan Benito a la puerta de un bar. Juan Benito regresaba a Oviedo en el coche de un indiano y Urculo se unió al viaje, con parada en Andorra: en aquella ocasión fue para Urculo una tabla de salvación.

Juan Benito tenía una manera peculiar de andar, de cruzar la calle, de entrar en los bares. Caminaba lentamente, hasta el fondo, mirando a ambos lados, con las manos cruzadas atrás, y si no encontraba a algún conocido, se iba sin tomar nada. Sin Oviedo, era medio Juan Benito. En cierta ocasión que coincidí con él y con Fernando Lorenzo en Santander, después de un rato sin haber visto a ningún ovetense por la calle ni en los bares, les entró la morriña de Oviedo y regresaron a toda prisa.

Juan Benito era un personaje imprescindible, inevitable, insustituible de Oviedo. Alguna vez escribí, según me recordó Lola el día de su muerte, que si Juan Benito se moría perderíamos con él la mitad del campo de San Francisco: ahora que ha muerto nos damos cuenta de que nos quedamos también sin la torre de la Catedral y sin el monte Naranco, monumentos incluidos. Oviedo sin Juan Benito ya no es lo que era. Fue un personaje profundamente literario que en su vida no habrá escrito más de media docena de páginas y éstas a la fuerza. Durante años preparó el mejor libro oral sobre quesos asturianos, llevando como chófer a Paco Manzanares, porque también era ágrafo del volante.

Era un proyectista, siempre imaginando cosas que a veces funcionaban y otras no. "No es un hombre de fines, sino de principios", escribió Cela. A su iniciativa se deben la Alianza Francesa, las cenas del Fontán (que se hacían en la vecina calle Magdalena) y el premio "Tigre Juan". En aquellas empresas de las que él era el ideólogo, tenía como brazos ejecutores a Lola Lucio, una mujer enamorada, y a Laso Prieto, "el mayor erudito que hay en Oviedo", según Juan Benito, con esa forma tan suya de calificar, tan irónica y lapidaria.

Y no se nos olvide que también fue torero, alternando con un vasco en la plaza del pueblo donde nació Gil de Biedma. Juan Benito mató a la segunda estocada y el vasco a la diecisiete.

Ahora, como hoja que cae y vuela, se ha ido Juan Benito. Y Lola queda muy sola. ¡Dios mío, qué solos se quedan los vivos!