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La mirada de Lúculo | crónicas gastronómicas

Patos de la Ilustración

Los hígados de ave aportaron luz culinaria a las veladas en los grandes salones y los cabinets

Patos de la Ilustración

En el París del siglo XVIII, un círculo brillante de intelectuales se reunía en la casa del barón Thiry d'Holbach, los jueves y domingos, para disfrutar de opíparas cenas y un animado debate que acabó por conocerse como la Ilustración francesa. Su objetivo era liberar a los hombres y mujeres del miedo y la ignorancia fomentados por la religión de una Iglesia que reducía el deseo a la lujuria, y la razón, al orgullo, en nombre de la promesa de un más allá.

Durante más de dos décadas del famoso salón del barón, en la rue Royale Saint-Roch, actualmente Des Moulins, las reuniones congregaron al círculo cercano de Denis Diderot, Jean-Jacques Rousseau, Guillaume-Thomas Raynal y, más tarde, David Hume, entre muchos otros, como Adam Smith, David Garrick, Laurence Sterne, Horace Walpole y el mismísimo Benjamin Franklin.

Lo que allí ocurrió entre los medallones de foie gras que ofrecía el anfitrión, las palomas rellenas y el poulet roti, supuso un momento de radicalidad sorprendente en el pensamiento europeo. Y de esa manera fue visto como una gran amenaza para la Iglesia y el Gobierno. Ese radicalismo del salón D'Holbach consistía en defender la democracia sobre la Monarquía y la aristocracia, la igualdad racial y de género, el derecho a elegir una forma de vida individual, la libertad de pensamiento y expresión, incluida la libertad de prensa, la tolerancia, en general, y el derecho a no creer en nada en absoluto.

No sería justo al referirse a las ocas y los patos sin hacerlo también al foie gras. El poeta Horacio ya cantaba a los hígados hipertrofiados de las ocas engordadas con higos, iecur ficatum. Foie gras y uvas son ideales para terminar el año. El chileno Pablo Neruda, que escribió Veinte poemas de amor y una canción desesperada, dejó claro su peculiar arrobamiento ante el foie gras, al que llamó hígado de ángel. "Forma adorable. Tu dulce perfume es un arpa de nuestros paladares. Tu armonía toca los címbalos en nuestras lenguas, y nos atraviesa enteramente con un largo escalofrío de placer". Todo empieza, sin embargo, por entender el papel en la vida de las ocas y de los patos, que campean al aire libre, como suelen decir los campesinos franceses, equiparando su suerte existencial a la del toro bravo de lidia, cuando alguien critica el cebamiento a la fuerza o la hipertrofia de los hígados. Los perigordinos, por ejemplo, ceban los ánades con maíz y sostienen ante los detractores de este método de engorde que los patos, las ocas, aves migratorias de otros tiempos tienen el hábito de deglutir, no disponen de buche y su tubo digestivo está directamente conectado con el estómago. Según ellos, el cebamiento únicamente refuerza su propensión a la bulimia. Lo cierto es que el hígado de pato, ganso u oca víctima de una hipertrofia no es un hígado enfermo, sino un hígado graso de animal sano, con una textura untuosa y un sabor exquisito que lo hace un bocado por momentos inigualable.

Su mejor condición es la de entier o entero, pero alrededor de esta presencia natural hay otras que sobreviven en un escalafón inferior de calidad, como son los bloques o los parfaits, a base de pedazos de foie gras, las delicias, las mousses y todas las demás mezclas que componen el arco gustativo, fresco o cocinado, del hígado por excelencia.

El chef francés Joël Robuchon fue el primero en sorprender a los comensales con las escalopas de hígado fresco braseado, que tan bien combinan después sobre un lecho de manzana dorada en la sartén y una reducción de oporto. Hay algo, sin embargo, digno de destacar, fruto de la imaginación de Rossini y elevado a los altares de la cocina, que son los turnedós que llevan el nombre del músico de Pésaro, pequeños medallones de solomillo de ternera recubiertos de foie gras y láminas de trufas, con una reducción de vino de Madeira.

El pato pasó de los salones de la Ilustración a los cabinets particuliers, o, lo que es lo mismo, de las ideas a las dulces y extravagantes veladas en los reservados de la lujuria. Algunos de estos cabinets dieron cierta notoriedad a un restaurante con historia breve pero sorprendente que conservaba una réplica de la famosa jeringuilla de plata con la que precisamente Rossini inyectaba foie gras en sus espléndidos canelones. Sorprendente, digo, porque The Decadent incluía una medida humorística en la carta que abarcaba desde los platos más complacientes hasta un estofado de genitales de toro o un entrecot de rana a la bordelesa. Medlar Lucan y Durian Gray, dos sujetos enigmáticos de los que apenas se conoce el paradero y tampoco demasiadas cosas sobre su vida marcada por los seudónimos, fueron durante tres años dueños del restaurante situado en el primer piso de una casa de Edimburgo de decoración oscura y suntuosa, que finalmente tuvo que cerrar en medio de sonoros escándalos.

El local disponía de dos comedores y tres cabinets, uno de ellos decorado con motivos marinos y mapas, otro con terciopelos, fragancias orientales y sedas de Fortuny, y un tercero, de carácter monástico, con maderas, velas tenues de color blanco y platos de peltre. Quienes reservaban los cabinets eran dueños de ellos toda la noche. El propio restaurante proveía de licores, incienso, almohadones y músicos para amenizar las veladas hasta la hora que fuese necesario. Los apuestos camareros, algunos de ellos actores de quinta fila, servían las mesas, bien con grandes delantales blancos y corbatas de lazo, a la moda parisina de los cafés, o, como en las cenas venecianas de Longhi, del siglo XVIII, con pelucones empolvados, bombachos y medias de seda.

La carta no era menos singular que el resto del restaurante. La inspiraban la historia y grandes dosis de imaginación. En ella figuraban platos rurales y burgueses, preparaciones de los grandes festines de los ricos y minutas de las familias reales. El modo de conducirse era también muy peculiar: los platos que los dueños sabían que ya todos habían probado no volvían a cocinarse. Las aves se asaban en gigantescos espetones y la comida se cocinaba de forma exquisita. Aquello sí que era el mundo del circo bien entendido, no los disparates que se ven ahora relacionados con las gastroemociones y otra serie interminable de pamplinas.

Un estilista como Giacomo Casanova hubiera sido, asimismo, asiduo de los cabinets particuliers. Seductor universal, libertino impenitente y aventurero, Casanova supo conjugar a lo largo de su vida los placeres refinados de la mesa con los más sensuales de la alcoba. Sus memorias, penetrantes, divertidas, son, además, cumbres literarias. Para él era excitante apurar el último sorbo de una copa de champán en la que segundos antes había derramado su lágrima la amante intermitente, la mujer despechada.

Una cena seductora para paladares clásicos inspirada en los gustos de Casanova consistiría, en primer lugar, en una docena de ostras por persona con una botella de champán francés (Dom Perignon, Cliquot, Roederer, etcétera?). Después podrían ser escalopas de foie de oca, o un hígado de ternera a la veneciana, en el que los filetes se marinan durante una hora en leche y se incorporan a la sartén después de haber sofreído en ella la cebolla con mantequilla. Al hígado cocinado pocos minutos se le agrega sal Maldon y pimienta espolvoreada, además de un chorrito de balsámico. Finalmente, unas peras o unas ciruelas al vino.

Como ven, los hígados de los patos y las ocas que cantaron Horacio y, mucho después, Neruda no han perdido comba en la historia de las francachelas, acompañando las ideas y los momentos felices. Bendita bulimia la de algunas aves. Aunque sea forzada.

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