La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Médico

Hay que imponer los valores, no basta educar

Hay que imponer los valores, no basta educar

La década de los 80 del siglo pasado fue la de la reconversión industrial. España, y especialmente algunas zonas como Asturias y Sagunto, sufría una industria que ya no era competitiva. El problema, común a tantos lugares, era que desmantelarla obligaba a una transformación de la sociedad, a un cambio de producción. El desafío era enorme. En Asturias, al primer Gobierno de la autonomía se le ocurrió apostar por la industria química. Acero y carbón tenían los días contados. Además, estas industrias habían dejado un reguero de muertes y daños al medio. En las cuencas mineras se convivía con la silicosis, una enfermedad que quita el aire de los pulmones de los mineros. Mientras, el cáncer se cebaba en los trabajadores de los Altos Hornos. Y los ciudadanos tenían que soportar una contaminación ambiental que superaba la de cualquier región y minaba su bienestar. Acabar con esta industria era una cuestión de salud pública. Pero cerrarla arrojaría al paro a miles de trabajadores, lo que quizá fuera más perjudicial. El Gobierno de Pedro de Silva pensó, creo yo, que una solución podría ser la industria química. Sólo hay que mirar alrededor: estamos rodeados de objetos manufacturados con estas sustancias. El registro más importante contiene nada menos que 106 millones de substancias químicas, entre orgánicas e inorgánicas, y cada año se añaden 15.000 nuevas. Ante este aluvión, entre 1994 y 2007 la Agencia Europea de Química evaluó el riesgo para las personas en sólo 141. Está claro: resulta absolutamente imposible para las agencias estatales asegurar la no peligrosidad mediante estudios. Tienen que fiarse del supuesto comportamiento de la molécula en base a su fórmula química y las analogías. En cuanto a la vigilancia ambiental, no existe, al menos en nuestro medio. La obligación legal es monitorizar los compuestos con azufre, el nitrógeno, el ozono, las partículas de menos de 10 micras y el CO2. Es la herencia del consumo de combustibles fósiles, los que producen estas substancias. Pero, ¿qué están echando al aire o vertiendo en los ríos las industrias químicas?

Cuando el Gobierno de Pedro de Silva logró, mediante generosas subvenciones, que la Dupont se estableciera en Asturias, parecía que se iniciaba una nueva era. Se esperaba que fuera el motor para que a su alrededor se creara una red de industrias auxiliares y que sirviera para incentivar la investigación y el desarrollo en esta área que al final pusieran a Asturias en la cabeza de la química. Ya contaba con una tradición en este sector, y su crecimiento debería ser exponencial. La natural reserva hacia los posibles daños por contaminación la resolvió muy bien la Dupont. Invitó a los grupos ecologistas más activos a conocerla y les financió estudios sobre la fauna. Los médicos conocemos estas técnicas para cautivar.

Han pasado muchos años y, desafortunadamente para el empleo y el desarrollo de Asturias, el proyecto no resultó. Lo que no tenemos claro son las consecuencias negativas de las industrias químicas para la salud del medio y de las personas. La Dupont se presentó como la campeona de la seguridad y la higiene en el trabajo, una cultura de la que aprendimos mucho en Asturias. Yo mismo tuve el privilegio de estudiar su estrategia in situ con sus directivos, un modelo que intentamos implantar en nuestro medio. Es, además, por lo que leo, una gran patrona. Todo eso la convierte en una empresa modelo: respeta el medio, se preocupa por la salud de los trabajadores y por su bienestar y, además, innova. Se presenta como fiable, lo mismo que tantas otras de su sector. Aunque sabemos que no se ejerce una estrecha vigilancia, creemos que no nos harán daño. Pero la realidad es que cuando entran en conflicto los beneficios para los accionistas y los de la población o los trabajadores, los primeros prevalecen.

El teflón lo desarrolló Chemours en 1938, no sabían muy bien para qué, hasta que descubrieron su propiedad antiadherente, ideal para útiles de cocina. Ahora es ubicuo. Lo que pocos sabían es que en su fabricación se emplea una substancia química, la PFOA, no regulada, que había manufacturado 3M. Lo descubrió un abogado admirable que se hizo cargo de un caso complicado. Unos ganaderos sufrían desde hacía muchos años daños en sus ganados que atribuían a los residuos que vertía la Dupont en una tierra adyacente. No habían conseguido ser escuchados, nadie creía que la Dupont, allí en West Virginia, que empleaba a casi todo el mundo de esa región, fuera responsable. Rob Bilott, que así se llama el abogado, trabaja en una firma que se dedica a defender a las grandes corporaciones químicas, ¿cómo pudo aceptar llevar un pleito contra ellas? Decidió escuchar a los perjudicados por motivos sentimentales: eran amigos de su abuela y de pequeño había visitado la granja. Y cuando vio lo que ocurría decidió aceptarlo por sentido de la justicia.

Como primera consecuencia del pleito logró que la Agencia de Medio Ambiente examinara el ganado. Su dictamen fue que el decrépito estado de salud era por falta de cuidado. Bilott no se dejó vencer y logró por vía judicial que la Dupont le enviara toda la documentación sobre el PFOA: 110.000 páginas. Dedicó varias meses a leerlo, algo que nadie, y menos la Dupont, podía imaginar. Allí descubrió como 3M recomendaba que la substancia fuera incinerada y desechada como residuo peligroso. Pero Dupont se deshacía de ella vertiéndola en el río Ohio o en lagunas de digestión. Una era la que lindaba con la tierra de los ganaderos, allí depositaron 7.100 toneladas. Tanto Dupont como 3M habían realizado estudios médicos secretos en los que se demostraba su potencial dañino, incluido el cáncer. Ya en 1970 la Dupont supo que entre sus trabajadores los niveles de PFOA eran altos: lo ocultaron como ocultaron que, cuando supieron que era teratógeno, estudiaron 7 nacimientos (dos de ellos tenían defectos oculares), o que la PFOA se encontraba en el agua de abastecimiento. Al final, tras años y millones de dólares empleados, Bilott ganó y la Dupont está obligada a compensar a las víctimas. Un camino que debería haber sido innecesario.

Esta repugnante historia que resumo no es una anécdota. Es la muestra de que los intereses personales casi siempre están por encima de los colectivos. Para preservar éstos últimos necesitamos estados fuertes que regulen, vigilen y castiguen sin piedad a los transgresores, a aquellos que por su beneficio dañan la colectividad. Sabemos que regular es difícil porque afecta a los intereses de los poderosos, que vigilar es caro y complicado y que castigar está lleno de escollos, de obstrucciones procedimentales y legales. Pero sólo cuando nos sentimos vigilados y castigados cumplimos con las leyes: los accidentes de tráfico se redujeron así. Y cuando esa conducta se trasforma en norma, entonces es la sociedad la que controla: ya pocos tiran papeles en el suelo de la calle o el bar. No basta la educación o la esperanza de que la moral o los valores prevalezcan: hay que imponerlos.

Compartir el artículo

stats